Cuando contemplamos este mundo estupendo, y a la vez plagado de desastres que nos aterran; cuando reflexionamos en las alegrías que experimentamos y los sufrimientos que padecemos; cuando pensamos en el bien que los humanos podemos hacer, y también en el terrible mal del que somos capaces, quizá nos preguntemos: “¿Y cómo es Dios?”. Hoy Jesús responde a este interrogante con una parábola que el Papa Juan Pablo II llamaba “de la Misericordia”, ya que en ella se nos revela Dios, quien nos brinda un amor gratuito, generoso, siempre fiel, dispuesto al perdón.
Él, por puro amor, ha creado gratuitamente todas las cosas y nos ha hecho a semejanza suya. Tras la caída del pecado original, generosa y fielmente nos ha perdonado, enviándonos a su Hijo, quien donando su vida nos ha comunicado su Espíritu Santo para salvarnos del pecado y hacernos hijos suyos, convocándonos en la iglesia. Dios nos ha regalado la vida, el cuerpo, la afectividad, la inteligencia y el alma inmortal; la fe y el amor; una familia, la iglesia, la sociedad y la esperanza de una vida eternamente feliz. Pero quizá como el hijo menor de la parábola, nos hemos alejado de Él y lo hemos malgastado todo.
¡Eso es el pecado!: desconfiar de Dios y despilfarrar la herencia de la gracia divina, degradando así la propia dignidad. Es arruinarnos al no cuidar la vida con responsabilidad ni llevarla a plenitud en el amor, dilapidando la familia, el noviazgo, las amistades y la convivencia social, usando a las persona como objetos, y dañando la naturaleza, destruyendo así la solidaridad humana. Entonces experimentamos tal miseria que, confundidos, acudimos a quienes nos proponen formas indignas de vivir, buscando satisfacer el hambre de amor con “algaborras”, legumbres vacías en lo interior que no alimentan, y que solo sirven “más bien de peso que de utilidad”, como explica San Ambrosio. Así son el individualismo, el relativismo y los placeres ilícitos; no satisfacen, y hacen la existencia cada vez más pesada, poniendo en riesgo la eternidad.
Si nos alejamos y lo desperdiciamos todo, todavía hay esperanza: volver a Dios.
Sin embargo, en medio de esa lamentable situación, el joven de la parábola reflexionó. Y dándose cuenta de lo que había perdido, decidió levantarse de su indigencia y volver a su Padre, en quien podía reencontrarse al recuperar su dignidad de Hijo. Se puso en marcha, consciente de que para el Padre un hijo, por más prodigo que sea, nunca deja de ser hijo. “Ir al padre –afirma San Agustín- quiere decir entrar en la Iglesia… en donde… puede hacerse una confesión legítima y provechosa de los pecados”. “Así debemos hacer nosotros. Y no nos asuste lo largo del camino; porque si quisiéramos, el regreso será ligero y fácil con tal que abandonemos el pecado, que fue el que nos sacó de la casa de nuestro Padre”.
A través de los sacerdotes, Dios nos reviste de la gracia; nos coloca el anillo, “don del Espíritu Santo”, prenda de las bodas, por las que Jesucristo se une con la Iglesia, cuando el alma, reconociéndose, se une a Jesucristo por el anillo de la fe”. Y luego de ponernos el “calzado”, para que podamos “marchar con firmeza por las asperezas de este mundo”, nos ofrece como alimento de vida plena y eterna el “ternero cebado”, que “es nuestro Señor Jesucristo”… tan bueno… que basta para la salvación de todo el mundo”, afirma San Juan Crisóstomo. “Este convite y esta festividad también se celebra ahora… en la Iglesia, extendida… por todo el mundo; porque aquel becerro cebado, que es el cuerpo y la sangre del Señor… alimenta a toda la casa”, comenta San Agustín.
Sin embargo, no todos comparten la alegría del amor. El hermano mayor, lleno de egoísmo y de envidia, lejos de alegrarse por su Padre y por el hermano que ha recuperado la dignidad perdida, se enoja. Piensa que su Padre es injusto, y hasta trata de enemistarlo con el hijo menos, al que no considera hermano. Sin embargo, el Padre misericordioso, lejos de rechazarle, lo invita a entrar en la dicha de la unidad del amor, haciéndose solidario con quien había errado. ¡Dios mismo nos ha dejado ejemplo al hacerse uno de nosotros para liberarnos del oprobio del pecado! Conscientes de ello, hagamos la prueba, y veremos qué bueno es el Señor, para quien un hijo, por más prodigo que sea, nunca deja de ser hijo.