Monseñor Eugenio Lira Rugarcía
No juzgar por las apariencias. Entró un niño de unos diez años a una fuente de sodas y se sentó. Entonces se acercó una mesera para atenderle. "¿Cuánto cuesta un helado doble de chocolate?”, preguntó el chico. "Veinte pesos", respondió ella. El pequeño sacó dinero de su bolsillo y lo contó con cuidado. Había mucha gente, y la mesera comenzó a impacientarse. Entonces el niño volvió a preguntar: “¿Y uno sencillo?”. “Quince” respondió ella bruscamente. Después de hacer nuevamente sus cuentas, el chico dijo: "Déme uno sencillo por favor". La mesera trajo el helado, puso la cuenta y se fue. El niño comió, pagó y se retiró. Cuando la mesera volvió para limpiar, se quedó atónita: el pequeño había dejado cinco pesos; era su propina. Antes que pensar en gastar su dinero en el helado que quería, el niño pensó en ella, para darle su propina. Moraleja: jamás juzguemos antes de tiempo.
Sin embargo, a veces como esa mesera y como Pilato –según narra el Evangelio–, nos dejamos llevar por las apariencias, y ante Jesús, que ha venido a ofrecernos el insuperable servicio de la salvación, y que nos sale al paso en su Iglesia, a través de su Palabra, de sus sacramentos, de la oración y del prójimo, le preguntamos: “¿Eres tú Rey? Porque si de verdad lo eres, entonces ¿porqué no lo demuestras acabando con tantos desastres naturales que nos aquejan, con tanto dolor, enfermedades, injusticias, hambre, miseria, violencia, guerras y muerte como hay en el mundo? Si eres Rey, ¿por qué no me curas? ¿Por qué no solucionas los problemas que hay en mi casa, en mi noviazgo, en mi escuela y en mi trabajo? ¿Por qué no me sacas de esta angustia económica?”.
Otros, quizá con ironía, le digan: “¿Con que tú eres Rey?”, pensando que su Reino es una utopía, un mas allá imaginario que nunca llega; que su Ley no sirve sino sólo para quitarle lo “sabroso” y “divertido” a la vida, y para entorpecer el libre desarrollo científico, tecnológico, político y económico; que estar con Él y seguir su propuesta es huir de la realidad refugiándose en la fantasía de una vida futura que nadie puede demostrar, olvidándose de disfrutar aquí y ahora. Por eso, como Pilato, intentando garantizar su transitoria seguridad terrena, presionados por la moda al pensar que la verdad se construye por consenso de la mayoría, evaden su responsabilidad de cara a la salvación que Cristo nos trae, y se someten a la opresión de los reinos del egoísmo, del poder y del placer de este mundo, pensando, como la mesera del cuento, que Jesús viene a importunarnos y a quitarnos el tiempo, sin darnos nada a cambio.
Jesús es Rey, y su Reino no tendrá fin
Sin embargo, Jesús, que piensa en nosotros y en nuestra salvación, para ayudarnos a no juzgar a la ligera, y a tomar la decisión adecuada, aclara: “Mi Reino no es de este mundo”. Con esto nos deja ver que, aún cuando Él, que es presencia de Dios, “reina en el mundo y ejerce su providencia disponiendo de las cosas según su voluntad –como escribe Teofilacto– su Reino no tiene su fundamento en causas inferiores, sino en los cielos, antes de los siglos”. Por lo tanto, su Reino, que sobre pasa todas las cosas, “no es humano ni perecedero”, como señala san Juan Crisóstomo. No es un Reino al estilo de los reinos egoístas y efímeros de este mundo, los cuales, de muchas maneras, imponen formas de pensar, de hablar y de comportarse que arrebatan a las personas su identidad, sumergiéndolas en el anonimato de una masa que es actuada desde el exterior, para conveniencia de unos pocos, ofreciendo, si acaso, sólo alegrías pasajeras.
“Soy Rey”, afirma Jesús con sinceridad. “Desde el anuncio de su nacimiento... es definido Rey, en el sentido mesiánico... para un reino que no tendrá fin”, comenta el Papa Benedicto XVI. Cristo es verdaderamente Rey, ya que Él rige sobre el universo que creó. Un Rey que reina sirviendo por amor, y que está a nuestro favor. Por eso, por nosotros y para nuestra salvación, nació para ser testigo de la verdad, hasta derramar su sangre . Él nos revela la verdad sobre Dios, que es amor, y la verdad sobre la grandeza de toda persona humana y el sentido de su vida. ¡Esa verdad se llama Evangelio; se llama cristianismo!, como afirmaba el Papa Juan Pablo II. Ese es el Reino al que Jesús nos llama; un reino de libertad plena y de felicidad eterna, que alcanza quien acepta amar y servir a los demás, como Cristo lo ha hecho para hacernos familia de Dios. “¡Bendito el Reino que llega!” ¡Gracias a Jesús, sangre real, sangre divina corre por nuestras venas!
Vivamos conforme a nuestra dignidad, tal como aconsejaba san Ambrosio, Obispo de Milán: “Conoce lo grande que eres, y vigila sobre ti”. Esto requiere que formemos parte del reino de Dios, cuyas leyes están a nuestro favor y son dignas de confianza. ¡Él es el dueño de todas las cosas, porque las ha creado y las mantiene en el ser y en la existencia! Rigiéndonos, nos lleva a nosotros mismos y a todo el cosmos a la plenitud que ya nunca tendrá fin. Su Reino es un reino de amor y de felicidad que jamás será destruido. Un Reino capaz de transformar también este mundo en un lugar más justo para todos ¿Nos daremos la oportunidad de formar parte de este Reino, conscientes de ser en Jesús hijos de Dios, vigilando sobre nosotros con la guía y la fuerza de su Espíritu? Ojalá, con la ayuda de María Santísima, por nuestro bien así lo hagamos, decidiéndonos a servir como Jesús a los que nos rodean, empezando por casa, de modo que todos podamos exclamar, con toda confianza: “Señor, ¡tú eres nuestro Rey!”.
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