Sobre las olas
El día anterior la mujer me encargó la compostura del reloj. Pagaría el triple si yo lo entregaba en 24 horas: era un muy extraño, tal vez del siglo XVIII, en cuya parte superior navegaba un velero de plata al ritmo de los segundos.
Toqué en la dirección indicada y la misma anciana salió a abrirme. Me hizo pasar a la sala. Pagó lo estipulado, le dio cuerda al reloj y ante mis ojos su cuerpo retrocedió en el tiempo y en espacio, recuperó su belleza – la hermosura de la hechicera condenada siglos atrás por la inquisición – y subió al barco, que desprendido del reloj zarpó en la noche , se alejó para siempre de este mundo.
Bernard M. Richardson
Brujería del gato
Por complicidad con la bruja había sido enjaulado el gato.
Los inquisidores sospechaban que podía haber diablo escondido bajo la piel del gato y fue sentenciado a arder en pira aparte, porque podía haber pecado de bestialidad al quemar en la misma hoguera persona humana y animal.
Bien maniatado con cadenas el gato brujesco produjo un repeluzno de escalofrío entre los asistentes al auto de fe. Había algo de caza luciferiana, en la presencia del gato.
La leña de la propiciación comenzó a arder y durante largo rato se oyeron maullidos infernales, hasta que a final, ya consumida la fogata, se vieron sobre las cenizas dos ascuas que no se apagaban, los dos ojos fosforescentes del gato.
Ramón Gómez de la Serna
El invitado de Drácula
Cuando no pusimos en marcha el sol brillaba alegremente sobre Munich y el aire estaba lleno de la alegría del verano. Ya íbamos a partir, cuando HerrDelbruck, el maitred´hotel del “QuatreSaisons”, donde yo me alojaba, se acercó hasta el coche, la cabeza al aire, y, después de desearme un feliz viaje, se dirigió al cochero:
-Recuerda que debes estar aquí antes del anochecer. El cielo está muy claro, pero sopla viento el norte, lo que significa que puede estallar súbitamente la tormenta, aunque estoy seguro de que no volverás tarde – sonrió y añadió Porque ya sabes que noche es la de hoy.
-Ja, meinHerr – repuso Johann, enfáticamente. Y después de llevarse una mano al sombrero, hizo arrancar los caballos.
Una vez salidos de la ciudad, le preguntó al cochero, después de indicarle que detuviera el carruaje:
-Dime Johann, ¡qué noche es la de hoy?
Antes de contestarme, lacónicamente se santiguó.
-WalpurgisNacht. (Noche de brujas)
Acto seguido sacó su reloj, un enorme reloj alemán de plata, muy antiguo, y lo consultó con el ceño fruncido y un leve encogimiento de hombros, indicador de su impaciencia. Comprendí que ésta era su respetuosa manera de protestar contra el innecesario y me hundí en el asiento, indicándole con el ademan que podía continuar. Arrancó con tanta rapidez que pensé que deseaba recuperar el tiempo perdido.
De cuando en cuando, los caballos alzaban la cabeza y parecían olfatear suspicazmente el aire. En tales ocasiones yo miraba alarmado a mí alrededor. El camino era bastante irregular ya que atravesábamos una especie de meseta barrida por los vientos y el suelo estaba lleno de piedras y cubierto de hojarasca. Me fijé en un camino lateral que parecía poco usado, y que se internaba en un sinuoso valle. Parecía tan invitador, que, aun a riesgo de ofenderle, le pedí a Johann que parase…y cuando obedeció le manifesté mi deseo de seguir por allí. Profirió toda clase de escusas y repitió varias veces la señal de la cruz, cosa que picó más mi curiosidad, por lo que le formulé algunas preguntas. Me contestó con cierta inquietud, mientras consultaba repetidamente su reloj en señal de protesta.
-Bien Johann – insistí yo – Quiero ir por ese camino. No le pediré que me acompañe si no es éste su deseo. Pero dígame a que viene esa oposición. Es lo único que le pido.
Por toda respuesta saltó del pescante al suelo con suma rapidez. Después extendió las manos implorándome y suplicándome que desistiese de mi empeño. Hablaba un inglés mezclado con palabras alemanas que resultaba bastante difícil de entender. Pero logré entresacar el meollo de sus argumentos. Parecía repetirme siempre lo mismo, la idea de lo que le tenía asustado, y a cada momento profería, sin dejar de santiuarse:
-¡WalpurgisNacht!
Bram Stroker
Hola Querido…
La estridente sirena que se acercaba sobresaltó al grupo de personas. Los frenos chirriaron bruscamente. Un inspector y dos agentes saltaron del coche. Corrieron hacia el cadáver tendido en la nieve. Uno de los ayudantes se dirigió al inspector
- Este hombre está muerto inspector.
Este no contestó. Se inclinó hacia delante y contempló los desorbitados ojos del cadáver. Dos manchas sin vida donde todavía se leía la más profunda angustia.
- Avisen al doctor y que venga una ambulancia – le ordenó el inspector a uno de sus agentes.
Su atención nuevamente se sintió atraída por el cuerpo.
- No es la expresión del que fallece de muerte natural – murmuró para sí – Se diría que ha sufrido una crisis cardíaca, o que tal vez ha sido asesinado.
Empezó a registrar al muerto para consultar sus documentos de identidad. No tardó en hallar una cartera de piel. Los asistentes pudieron escuchar sus reflexiones en voz alta:
- John Peter Ellerby. Vive lejos de aquí. En cualquier caso si ha hecho trayecto a pie, es muy largo.
Después miró otra tarjeta, le dio dos o tres vueltas entre sus dedos y añadió en voz baja, pero comprensible para los circunstantes:
- Es triste que ese pobre diablo haya tenido que morir en medio de esta helada. Debía de ser una excelente persona. He aquí su tarjeta de miembro de la Sociedad Protectora de Animales.
Walter Beckers
Más Hechos y sucedidos, de “Los Vientos de San Bernardo”
La cara del caído muerto dirigida hacia arriba - tratando de ver el sol que sus congéneres le ocultaban - y el cuerpo extendido a lo largo; la mano, una de ellas - no importa cual - extendida como continuación del brazo paralela al cuerpo; el brazo opuesto, pasaba flexionado por sobre la cabeza. Fue este el brazo que tomé, buscando la región de la muñeca, para tomarle el pulso: cuando palpé el cuerpo frío y ya sin latidos, quise traer el brazo hacia delante, para colocarlo en posición más piadosa, más humana o quizá simplemente menos cadavérica, ponerle con las manos sobre el pecho, pero, la rigidez me impidió mover siquiera la extremidad, él tenía más tiempo de muerto del qué yo pudiera imaginar.
Al inclinarme sobre él, encontré sus ojos abiertos que querían mirar el sol, seguros de ya no les haría daño, seguros de que podían mirar fijo al más allá sin parpadear siquiera. Una pequeña película de opacidad cubría los globos oculares y con esfuerzo logré cerrar los parpados, pero más tardé en cerrarlos que ellos por la tirantez de los músculos abrirse de nuevo y él volvió a mirar a lo alto buscando el sol, levanté la vista, buscando también el sol y encontré muchos rostros que estaban más cerca esta vez y que miraban con curiosidad lo que él estaba buscando, lo que ellos buscaban también y lo que él ya había encontrado: La muerte.
Todo fue tan repentino y yo tenía cerca de dos meses de no haber tenido ningún encuentro con quien está siempre tan cerca de la práctica médica. Pronto acepté la realidad que no me permitió reflexionar, sino simplemente comprender que él se había encontrado con lo que sería ya para siempre su única compañía. Pensé que en otros lugares más civilizados o quizá menos complicados, alguien hubiera después del tiempo transcurrido, cubierto aquel cuerpo y de seguro, no faltarían algunas flores y un par de veladoras encendidas, pero aquí no había nada: solos él y la muerte rodeados por un grupo de curiosos ausentes. No sé exactamente qué fue lo que tomé - una camisa o un simple trozo de tela que alguien cerca de mí sostenía - y cubrí su cara y parte del torso, seguro de que al marcharme, sería descubierto de nuevo para que ellos pudieran continuar mirándole.
No con menos trabajo que al acercarme logré abrirme paso para retirarme, al hacerlo alcancé a ver los hierros retorcidos de algo con forma de bicicleta a la vez que me pareció escuchar que alguien dijo: “Ya avisamos a la autoridad”.
Caminé rumbo a la blanca ambulancia.
De píe, junto a la portezuela Emily fumaba un “Marlboro”, al verme llegar preguntó en el lenguaje internacional de la jerga hospitalaria y médica: levantando la mano que tenía libre con el puño cerrado y el pulgar extendido apuntando hacia arriba. Me interrogó con la mirada y al escuchar la respuesta en mi silencio, giró bruscamente el puño apuntando con el pulgar hacia abajo. Respondí con la misma seña.
—“Vamos”, dijo subiendo, y yo tras de ella. Mike puso en marcha el motor con la caja de cambios en primera y aceleró. Cuando la vacilante aguja del velocímetro marcó 15 millas, cambió rápidamente a segunda, y aceleró a fondo. Nos dirigíamos a Puerto Escondido.
José Alberto Vázquez Benítez
La Visitante
No soy astrónomo ni noctambulo, sino un insomne predestinado. Anoche, contemplando a la luna amenazada de cosmonautas, vi como una figura —conocida por referencias— hendió el cielo montada en veloz escoba. Giró muchas veces para descender en espiral concéntrica hasta mi terraza–observatorio…
Me dijo que se sentía sola y calumniada; buscaba amistad, comunicación y solidaridad…”Yo fui una hermosa hada…Siguió contando.
Roberto Bañuelos