Hemos llegado a la mitad de este tiempo de Cuaresma, donde la Iglesia nos pide que sigamos buscando nuestra conversión, la renovación de nuestro corazón para vivir con más entusiasmo nuestra fe.
La liturgia de este Cuarto Domingo de Cuaresma nos presenta en el evangelio la hermosa parábola del Hijo prodigo (Lc 15, 11, 32), que para muchos es la parábola donde se hace énfasis al amor misericordioso e incondicional que tiene Dios hacia nosotros sus hijos.
Este pasaje forma parte de tres narraciones que hablan de la misericordia, para ello centremos nuestra atención primero en la actitud del hijo menor, el hijo prodigo que, como muchos de nosotros, manifiesta la negación de nuestra realidad espiritual de pertenecerle a Dios, de estar en su regazo, bajo su dirección. El hijo menor al pedir la herencia a su Padre y querer dejar el hogar ignora la verdad de que el Padre tiene un plan en beneficio para él, el dejar el hogar en búsqueda de falsas y seductoras maneras de vivir manifiesta la emancipación que quería el hijo en relación con el padre, es manifestar con soberbia y orgullo que valía por si solo…su ego es desmedido. Sin embargo, la misma vida nos pone en situaciones difíciles donde se manifiesta la fragilidad humana, la fragilidad de nuestras decisiones, el hijo equivocadamente malgasta toda su herencia y esto lo lleva a vivir en la miseria total, en el fracaso, en el dolor, en la obscuridad; y el sentirse perdido es lo que lo lleva a la conmoción, y a volverse en sí mismo se da cuenta que estas decisiones equivocadas lo estaban llevando a la muerte, lo habían desligado de su familia, de su hermano, de su Padre, del amor.
De repente ve con claridad lo que tiene que hacer, pedir perdón, reconocer su miseria y solicitar a su padre una segunda oportunidad, aunque esto signifique un no o un vivir sin ocupar el lugar de hijo, sino solo como un simple trabajador, “Me levantare e iré a mi Padre…padre he pecado…no merezco llamarme tu Hijo”. No es fácil aceptar el haber cometidos errores, cuanto nos cuesta enfrentarnos a nosotros mismo y reconocer nuestra fragilidad, sin embargo, el aferrarnos a la idea de sentirnos mejor, el de sentirnos vivos, el dejar de sentir dolor es lo que nos impulsa al remordimiento, a solicitar el perdón y así a recobrar nuestra vida.
Y es así como el hijo menor con sentimientos encontrados emprende el camino que lo llevará de regreso a la casa de su Padre; es aquí donde podemos afirmar que se centra la verdadera enseñanza de esta parábola, ya que el hijo descubre algo diferente, algo que no conocía de su padre, su infinita misericordia; un Padre que nunca, por más enojado o triste que este, dejará de sentir amor por el hijo, “cuando aun estaba lejos lo vio y se conmovió… y salió a su encuentro…lo abrazo y lo beso”.
Esta misericordia lleva al Padre de manera amorosa a manifestar su perdón, su perdón que estará incondicionalmente para el hijo siempre y que surge de un corazón que no reclama nada para sí, de un corazón que esta completamente vacío de egoísmos, y este Padre lleno de amor realiza algo excepcional: devolverle al hijo su dignidad perdida, perdida por sus propias equivocaciones, y lo hace con el gesto de ponerle un anillo en el dedo, un manto y sandalias, es devolver al hijo su lugar en su casa, con su familia, en su corazón.
Sin embargo a la misericordia del padre se contrapone la conducta severa y egoísta del hijo mayor que no acepta el regreso del hijo pecador, esta actitud revela en el fondo un corazón celoso, un corazón insatisfecho que aunque trate de vivir correctamente no es realmente lo que se quiere, es una actitud falsa que pone de manifiesto la arrogancia y el resentimiento, el juicio y la condena que podemos sentir por el otro, no somos capaces de sentir alegría por el regreso de quien se extravía, en pocas palabras el hijo mayor también actuó igual o peor que el hijo menor pues también manifestó una negación a la realidad espiritual de pertenecerle al Padre. Pero para el también existe el llamado al amor y al perdón, “Hijo mío, tu estas siempre conmigo y todo lo mío es tuyo”. Como podemos ver, el amor que este Padre manifiesta para con sus dos hijos es de manera similar, a los dos los llama a estar con él, a entrar a su casa.
Esta parábola es la imagen de Dios nuestro Padre Misericordioso que nos invita a la conversión, a volver con él, y no importa cual de las dos actitudes tomémonos siempre contaremos con su perdón.
Ahora bien, creo que es importante que señalemos tres aspectos que debemos siempre tener en cuenta de esta paternidad misericordiosa y bien podemos vivir en este tiempo de gracia y conversión que es la cuaresma: El dolor, el perdón y la generosidad. El dolor que me hace reconocer la fragilidad humana que comete abruptamente pecados, reconocer que le fallamos al amor de Dios. El perdón que es una llamada a pasar por encima de todos mis argumentos negativos y egoístas para encontrarme con mi hermano. La generosidad que me lleva a entregarme a los demás, así como el Padre se da entero, así me debo dar yo, ya que el amor ahuyenta todo miedo, resentimiento y pecado, darlo todo supone ganarlo todo.
Dolor, perdón y generosidad son las vías por la cuales la imagen de un padre misericordioso puede crecer en nuestro interior, y así atreverse a llevar la responsabilidad de vivir espiritualmente una verdadera alegría, amando a nuestros hermanos con un amor que no pida ni espere nada a cambio.
Por último, como una manera de reforzar esta idea de sentir el perdón de Dios Nuestro Padre bondadoso y misericordioso, y la oportunidad que siempre nos da para iniciar de nuevo como creaturas nuevas, la liturgia de este Domingo nos ayuda también con las dos primeras lecturas, del Libro de Josué (Jos. 5, 9-12) que nos presenta la celebración de la primera Pascua de los hebreos ya en la Tierra Prometida. “Todo lo viejo ha pasado”. Y San Pablo que nos afirma la importancia de la reconciliación, pues a través de ella “Ya todo es nuevo” (2 Cor. 5, 17-21).
Por ello repitamos siempre con confianza, “Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor”
Pbro. Juan Alberto Pérez Fernández