Las costas del Pacífico colombiano son un auténtico espectáculo en esta época del año, cuando se convierten en el hogar de las gigantescas ballenas jorobadas que viajan desde la Patagonia en busca de aguas cálidas para tener a sus crías. 

Las aguas que bañan el departamento del Chocó, uno de los más pobres de Colombia y fronterizo con Panamá, acogen a estos cetáceos en su maternidad, un lujo para los aventureros que eligen esta costa perfilada por la selva virgen para disfrutar de un turismo ecológico en boga. 

Aunque hoy los visitantes se acercan a las ballenas con ternura y respeto, no siempre fue así. 

Hace apenas tres décadas los habitantes del Chocó, mayoritariamente afrodescendientes, las consideraban animales peligrosos y creían que se comían a las personas, por eso se mantenían alejados de estos cetáceos durante los meses en los que frecuentaban sus costas. 

Su temor estaba justificado, ya que pese a no conocer ningún caso, estos mamíferos de entre 15 y 18 metros de longitud, que pueden pesar hasta 45 toneladas, se enredaban con las redes o hilos de las pequeñas embarcaciones pesqueras y las arrastraban con su fuerza hasta hacerlas desaparecer. 

Por eso las llamaban "fieras" o, en el mejor de los casos, "golfines". 

"No sabíamos ni como se llamaban", explica a Efe Bricenio Quiñonez, un nativo de la zona de Nuquí, al reconocer el desconocimiento que había entre la población local de estas "pesadillas" que les visitaban cada año. 

"Cuando venían, nosotros no nos metíamos mar adentro, nos quedamos en la costa porque las temíamos", agregó. 

Quiñonez, conocido en la zona como "Pozo", por su afición a los chapuzones cuando era niño, es uno de los pioneros del turismo ecológico en el Chocó; empezó en el negocio hace más de 20 años. 

Ahora gestiona un hotel situado a orillas del Pacífico, cerca de Nuquí, y conduce una de las embarcaciones destinadas al avistamiento de ballenas durante los meses de temporada. 

Pese a estar considerada una especie en peligro de extinción, la población de ballenas jorobadas ha aumentado en los últimos años y encontrarse con ellas no es difícil. 

Con una mezcla de paciencia y concentración, no se tarda en divisar en la lejanía el soplido del animal que, en una nube de vapor, puede llegar a los tres metros de altura. 

Los que más se dejan ver son los pequeños ballenatos, por la necesidad que tienen de salir a la superficie a respirar con más frecuencia, acompañados de sus madres que los instruyen en sus primeras semanas de vida. 

Con un poco más de suerte se pueden avistar grupos mayores, en los que suele haber ballenas macho, más pequeñas en tamaño que las hembras pero más propensas a realizar los espectaculares brincos que caracterizan a estos mamíferos. 

Es así como los chocoanos se empezaron a dar cuenta de que los gigantes animales que frecuentaban sus costas no eran "fieras", sino una auténtica joya que, además de no ser peligrosa, les podía reportar beneficios en una economía agrícola y mayoritariamente dedicada al autoconsumo. 

Las ballenas jorobadas empiezan a llegar al Chocó a principios de junio, allí tienen a sus crías, les enseñan a respirar, a nadar y a dar sus primeros brincos. 

A mediados de octubre, ballenas y ballenatos emprenden un largo viaje de dos meses, considerada la migración más larga de un mamífero, para regresar a las frías aguas del sur de Chile y Argentina.