Desde hace ya algunas semanas hemos venido profundizando en el misterio de la Iglesia, guiándonos principalmente por la Constitución Dogmática Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, y de esta manera hemos ido desentrañando la riqueza que este texto nos ofrece, sobre todo en este tiempo de Sínodo para nuestra Arquidiócesis de Puebla.

Después de haber aclarado cómo la Iglesia es germen del Reino de Dios, este documento conciliar prosigue su exposición invitándonos a comprender a la Iglesia, a partir de las imágenes con las que se le revela, en el conjunto de la Sagrada Escritura, mostrando de esta forma que la Iglesia, como voluntad de Dios, ha sido anunciada en el Antiguo Testamento y mostrada en plenitud en el Nuevo Testamento.

La primera imagen con la que es mostrada la Iglesia es la del rebaño o el redil de Cristo Buen Pastor, al cual le pertenecen no los perfectos o los justos, sino los que han sido comprados a precio de su sangre y los que, de esta manera, ya no se pertenecen, sino que le pertenecen aa que ha dado su vida por ellos. Más aún, con esta imagen, se muestra cómo la Iglesia vive con Cristo una relación de pertenencia tan profunda que sólo en Jesús y por Jesús tiene razón de ser y de existir.

La segunda imagen es la de la viña, en la que Cristo es la vid y nosotros los sarmientos, del cual hemos brotado y al cual somos injertados cada vez que, por el pecado, quedamos tronchados. De esta manera, nuestra relación con Cristo es existencial, por lo que no podemos nada sin él y, por eso, nuestra vida se halla en él y nuestra operatividad —para que no sea estéril— depende de él.

La siguiente imagen es la de la edificación de Dios: hemos sido construidos por él en el nuevo templo restaurado que es su cuerpo resucitado; de esta forma, cada uno de nosotros —en palabras de San Pedro— va entrando en esta construcción no como objetos muertos y sin voluntad, sino como piedras vivas que reflejan la gloria de Dios y muestran su presencia en el mundo. Además, mostrándonos como piedras de esta edificación, nos queda más que claro que Jesús es la piedra angular que, si bien fue rechazada por los constructores, el Padre celestial convirtió en el eje de su nuevo templo.

Este templo ya no es una edificación geográficamente ubicada, de tal forma que el espacio pueda limitarlo, sino que, conformado por los adoradores en espíritu y verdad, se encuentra en todos los rincones del mundo a fin de que la obra divina se realice más y más en medio de los hombres.

Finalmente, y no por eso la menos importante, es la imagen de la Esposa, de la que san Pablo en la carta a los Efesios y san Juan en el Apocalipsis nos habla con gozo y expectativa, pues con ella se pone de manifiesto la relación de entrega generosa hasta el sacrificio mismo que Cristo ha querido hacer con nosotros y cómo su donación ha logrado para nosotros la vida nueva que necesitábamos y la unión eterna que se llevará a cabo entre nosotros y Cristo, cuando él venga en su gloria.

Por lo tanto, estas imágenes bíblicas nos han sido dadas para que todos y cada uno de nosotros —que somos la Iglesia— nos miremos en ellas y, en consecuencia, descubramos nuestro misterio y nos comprometamos a crecer en identidad y servicio generoso ante Cristo y ante el mundo.