“Dios es amor”, ¡que palabras tan suaves, que definición más exacta, que verdad más reconfortante!Dios no es una fuerza impersonal, ni una energía cósmica, ¡no!; Dios es amor. Amor que nos manifiesta su ternura creando cuanto existe y llamándonos a la vida. Amor que nos manifiesta su ternura creando cuanto existe y llamándonos a la vida. Por eso, el Papa Benedicto XVI ha dicho: “No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios.
Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado.Pero sobre todo, ese amor se ha hecho concreto en su Hijo, quien naciendo de la Virgen María, y amando hasta el extremo de dar su vida, nos ha entregado todo su Amor, el Espíritu Santo, para que haciéndonos partícipes de su misma vida, que consiste en amar podamos ser felices aquí en la tierra y felicísimos en el Cielo. ¡De verdad, sus obras son admirables!
El propio Jesús nos ha mostrado el camino para llegar a esa meta: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Sin embargo, mientras dura esta peregrinación, caminamos por un mundo lleno de luces y de sombras, donde las alegrías y las certezas nos salen al paso, igual que las penas y las dudas; donde los éxitos y posibilidades nos saludan, lo mismo que los fracasos y problemas. Y no hay cosa peor en un viaje dificultoso que caminar solos, sin nadie que nos ayude a entender el “mapa del tesoro”, especialmente en los momentos difíciles; sin alguien que esté ahí para animarnos y fortalecernos cuando nos sentimos cansados y desalentados; que nos levante y cure cuando hemos caído y nos hemos lastimado.
Por eso Jesús nos dice hoy: “No los dejaré desamparados”; “aunque no me vean físicamente yo estaré con ustedes”. ¿Y cómo hará esto?, permaneciendo en nosotros a través de su Amor que nos une al Padre Todopoderoso. Y ese Amor es el Espíritu Santo, quien nos comunica la fuerza para comprender que los mandamientos que Jesús nos ha dado son el fruto del amor, y que son luces en el camino de la vida; luces que nos permiten mirar con claridad para no perder la senda, librar los peligros y aprovechar incluso los problemas y dificultades, para alcanzar el “tesoro” de la plena y eterna felicidad.
No los dejaré desamparados; estaré con ustedes presente en mi amor que nos une.
Sin embargo, quienes no tengan más horizonte que las cosas y “metas” efímeras de este mundo, no lo recibirán. Y no porque El no quiera dárseles, sino porque ellos le tienen la puerta “cerrada”. Sus intereses son otros. “Las almas mundanas tanto menos espacio dejan para recibir al Espíritu cuanto más se dilatan por sus deseos hacia las cosas exteriores”, explica San Gregorio. En cambio, quien está dispuesto a amar y a elevar su mirada más allá de lo fugaz, le abre las puertas de su corazón, y como dice san Agustín: “tiene ya al Espíritu Santo, y teniéndolo merece tenerlo más, y teniéndolo más merece amar más”.
Así, con la ayuda del Espíritu Santo, que es el amor, somos capaces de ver a Jesús, presente en el Sacramento de la Eucaristía y de unirnos a El, porque, como escribe San Hilario: “El atestiguó: “Quien como mi cuerpo y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en El” (Jn 6,56). Pero ¿cómo abrir el corazón a Espíritu Santo?: dejándose guiar por El, para comprender que los mandamientos son el “mapa” que Dios nos da en Jesús para alcanzar el tesoro de una vida plena y eterna. Esos mandamientos que se resumen en dos: amar a Dios y amar al prójimo.
“Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él”, ha dicho el Papa Benedicto XVI, quien cuando era cardenal escribió: “El futuro se construye donde los hombres se encuentran mutuamente con convicciones vienen de la verdad y a ella llevan”. Sólo así, como Felipe, seremos capaces de dar testimonio del Evangelio, anunciando a los que nos rodean que hay meta y camino: el Amor, dando razón de nuestra esperanza, a la esposa, a los hijos, a los suegros, a las nueras, a la novia, a los amigos y a la gente que nos rodea, con sencillez y respeto, siguiendo el ejemplo de Cristo, sin nunca dejar desamparado a alguno.