Desde que lo vi subir al autobús lo supe.
La salida era a las 00:15 horas. Apenas y alcancé el último boleto. El servicio “plus” con 26 asientos que se hacen cama recorre la autopista y llega en menos tiempo a la frontera.
Era inevitable observarlo. Una llamativa camisa a cuadros con playera debajo, jeans obscuros y unos tenis Nike, que parecían nuevos. Era mi compañero de asiento. Su cabeza rapada, una extraña barba y un tatuaje en el cuello.
En su ipod la música de los Tigres del Norte a todo volumen y sin audífonos. Lo observé con cara de “por qué carajos no lo apagas” y respondió con una mirada intimidante. Minutos después me pidió mi lap para “enviar un correo”, pero me negué con el pretexto de que no tenía pila. Sonrió.
Sentí miedo.
Intenté dormir sin conseguirlo, pues los nervios, la angustia y el miedo rebasaron cualquier cansancio. El tipo a mi lado roncaba recargado en el filo de mi asiento.
A las 3:00 horas un retén del Ejército detuvo el autobús. Siete soldados armados ingresaron a la unidad. Llegaron al asiento 24.
“¿Viene con usted?”, me preguntaron señalando al hombre de camisa de cuadros.
“No”, respondí todavía asustada.
Revisaron mi bolso y el maletín de la computadora. Luego de pedirme que me alejara del asiento intentaron despertar a “mi compañero”. No tuvieron éxito. Ni los gritos del uniformado ni el vaso de agua en la cara de aquel hombre lograron despertarlo. El último de los soldados bajó del camión y en menos de un minuto le entregaba al militar a cargo del operativo un artefacto que desconozco.
Lo colocaron en el cuello del extraño pasajero, y, en cuestión de segundos, recobró la conciencia. Descendieron de la unidad. Le exigieron quitarse su camisa y zapatos; además de vaciar los bolsillos. Cigarros sueltos, un par de llaveros y papelitos cortados fue lo único que encontraron. No llevaba equipaje.
“Sólo fui a Monterrey de entrada por salida, por eso no traigo maleta”, repetía todavía dopado por el alcohol que evidentemente había ingerido horas antes.
Mientras, en el autobús, nos invadía un silencio lleno de pánico. Una pareja de ancianos mantenía los ojos cerrados fingiendo estar dormidos.
En mi cabeza pedía a Dios que los buenos no dejaran subir a “ése que parecía malo”. Mis ruegos fueron inútiles, después de una hora detenidos, los militares no encontraron fundamentos para detener al “sospechoso”, quien subió al autobús nuevamente con la música encendida y con una sonrisa escalofriante.
“Muévete”, me ordenó al intentar recuperar su lugar junto a la ventanilla. Mis temblorosas piernas le estorbaban.
Las llamadas telefónicas en clave no cesaron durante media hora.
“Llego a las siete más o menos. Investiga quién dio el pitazo. Ya se lo cargó la chingada, me las va a pagar.”
Tres horas más de carretera. Las más largas de mi vida.
Por fin llegamos a nuestro destino. Con mi bolso y la computadora en la mano descendí del autobús, creo que antes que cualquiera. Recogí mi equipaje y sin voltear subí a la camioneta de mi hermano que me esperaba ahí desde las 6:00 horas, como estaba programado.
Tres camionetas del mismo color sin placas esperaban en la puerta principal de la Central de Autobuses al hombre de camisa de cuadros.
Espero no volver a verlo.

Felipe Calderón y su guerra perdida
Mientras esta historia sucedía en el norte del país, el presidente Felipe Calderón elegía su traje para la comida del Consejo Mexicano de Comercio Exterior en Puebla. Reunión en la que por cierto su tema principal fueron “las tortugas”.
Lo grave no es que el presidente se crea la historia de que su absurda guerra está siendo ganada, sino que los habitantes de las zonas con mayores índices de violencia como Tamaulipas, Nuevo León, Sonora y Coahuila se acostumbraron a respirar el miedo.