Una de las garantías más apreciadas de un régimen democrático consiste en que los ciudadanos en todo momento pueden expresar su opinión sobre los asuntos públicos. Esta libertad, genuina e irrenunciable, suele convertirse en un severo inconveniente cuando los asuntos a tratar pertenecen a un ámbito mucho más sensible, desprovisto de lugares comunes y necesitado de diagnósticos técnicos y dirigidos. En una palabra, el sentido común sirve de poco cuando el tema del debate público es materia del ámbito de “lo político”.
La reforma electoral impulsada desde Casa Puebla y “bendecida” por el Comité Ejecutivo Nacional del Partido Acción Nacional ha desatado, a lo largo de las últimas semanas, un alud de intuiciones sobre un asunto que pocos comprenden a cabalidad. El Congreso ha perdido la brújula y, a juzgar por sus declaraciones, ningún legislador encuentra el rumbo hacia una reingeniería electoral capaz de coadyuvar a la resolución de las tensiones comunes a la representación política contemporánea: ciudadanía activa y pasiva, mecanismos de impugnación, fiscalización y rendición de cuentas, liquidación y auscultación en el manejo de los recursos públicos por parte de los partidos políticos, diseño y nueva función del Instituto Electoral del Estado y, desde luego, la remodelación preventiva de los espacios territoriales de representación, entre otras.
Nadie en la LVIII Legislatura sabe ni entiende nada al respecto. Sin embargo, todos concuerdan en que la reforma electoral es mínima, insuficiente e inadecuada para el desarrollo político de la entidad. Obviamente “los dados están cargados” y, a pesar de sus miserias, el documento será aprobado con holgada mayoría.
La redistritación fue un tema vetado. La entidad está conformada por 26 distritos uninominales de mayoría relativa plagados de “alquimia electoral”: el distrito 2, ubicado en la capital de la entidad, tiene 194 mil 672 electores, mientras que el distrito 13 en Tepexi de Rodríguez alberga 67 mil 607. La historia es igual de contrastante en Tehuacán, el distrito 14 contiene a 209 mil 74 electores contra 90 mil 610 ubicados en el distrito 18 de Acatzingo. La desproporción es absoluta en los 22 distritos restantes y ningún diputado dice una palabra en contra del proyecto; lo hacen frente a la prensa, pero no tienen el valor de denunciarlo en tribuna.
¿A quién le conviene la inamovilidad de las fronteras distritales? Al Partido Revolucionario Institucional, en principio. De mantenerse el número de espacios de representación: cualquier reforma electoral digna, acorde con un régimen auténticamente democrático debe “encerrar” a los 3 millones 850 mil 473 de electores totales de la entidad en 26 distritos con alrededor de 148 mil 95 posibles votantes.
La “sub” y “sobre” representación política en Puebla resulta indignante. Nos enfrentamos ante un diseño electoral arcaico, digno de un régimen autoritario —del México de hace 30 años— facilitador de “mega mayorías” priistas que, técnicamente, en una suerte de “mapachería electoral” de alto nivel hacen que los legisladores, una vez electos, en vez de frenar y contrabalancear las potestades del Ejecutivo “abdiquen” en sus funciones, encontrándose a merced y servicio del “gran elector”. Insisto, se trata de un diseño electoral propio de un pasado autoritario que el “nuevo” régimen, contradictoriamente, intenta perpetuar. Un gatopardismo absoluto: cambiar para no cambiar.
El arte de la política