El 5 de mayo de 2007, en el monumento a Ignacio Zaragoza en la ciudad de Puebla, el presidente Felipe Calderón le declaró la guerra al narcotráfico y el crimen organizado, frente a un México plagado de instituciones democráticas, con cinco cámaras ininterrumpidas de gobiernos divididos, saturado de fiscalías, ombudsmen y organismos especializados en la transparencia y acceso a la información pública. En una palabra, el llamado a una guerra impune retumbó en la conciencia colectiva de los mexicanos a través de las ocho columnas de más de medio centenar de periódicos, apoyados con las imágenes y el audio de medio millar de programas de radio y televisión.
A cuatro años de masacre, y a más de 43 años de distancia de la militarización del espacio público (Tlatelolco en 1968), la “guerra sucia” de los años 70, las muertas de Juárez y los hechos de Acteal, por decir los menos, aunado a la depredación vital de 50 mil mexicanos y 20 mil desaparecidos en un lapso récord de cuatro años, todos estos actos constituyen una serie de acontecimientos intolerables capaces de sellar en su conjunto el destino final de un fracaso histórico: el derrumbe de la democracia constitucional, agravado por la situación crítica que hoy guarda el Estado de Derecho en México.
Hoy, en ese contexto de extrema vulnerabilidad, donde las fuerzas armadas no han sido capaces de controlar la ofensiva paramilitar de los sistemas ilegales que se extienden por montones a lo largo y ancho del país, la garantía jurídica básica del respeto a la vida e integridad física, siendo un precepto constitucionalmente sancionado, se encuentra en grave riesgo, donde quiera que el crimen organizado haya penetrado y condicionado la forma de vida de ciudades y comunidades enteras.
Si esta es la suerte de un derecho tan fundamental como la vida, la facticidad de la garantía plena de votar y ser representado arroja un escenario devastador frente a las tesis más elaboradas del fortalecimiento institucional en México. Nadie ha imaginado el desenlace de toda esta inmundicia. Normalmente un organismo autónomo constitucional como el Instituto Federal Electoral —a propósito de las declaraciones de su consejero presidente, Leonardo Valdés Zurita, pronunciadas en nuestra entidad— debe asegurarle a la ciudadanía que la jornada se efectuará en condiciones libres, equitativas y transparentes; que los recursos públicos durante el proceso serán repartidos de manera justa y necesaria, y que los medios de comunicación no abusarán de los prerrogativas que la ley les confiere. Sin embargo, bajo las circunstancias actuales el IFE debe garantizarle a la población civil que su vida no está en riesgo a causa del cumplimiento de un derecho político.
De ese tamaño están las cosas en este país. Diez reformas electorales se han ido por la borda, a causa de un hecho impune y lamentable: la militarización del espacio público, una práctica de reproducción tristemente inherente a la construcción de la antipolítica del México reciente.