Esta no es una carta amable. Si así lo fuera, la hubiera encabezado con una frase ponderativa: Admirado Matador. Pero no. Yo no lo admiro. Claro que gozar de mi admiración, o no, sumado lo que yo diga, a usted le importara tanto como parece interesarle el cariño de la afición mexicana, es decir, un soberano carajo. Persisto, porque fíjese que escribir, además de la función comunicativa tiene otra igual de útil, la de servir como terapia. Así que lo mismo que otros se desahogan poniéndose hasta las orejas de tequila cada fin de semana, o estoqueando becerros a mansalva, que es la debilidad que a usted le subyuga, yo me aplico escribiendo artículos.
Permítame decirle que lleva escasos 15 días en mi patria y ya hizo que los espectadores levantaran las manos tres veces. No para vitorearle, sino en respuesta al “¡manos arriba, esto es un asalto!” que usted nos endilga con su muleta y su espada. Zacatecas, Querétaro y Pachuca, 3 comparecencias 3 y el mismo número de timos.
El toreo es una ilusión y el ilusionista no puede ser un cínico porque rompería con el encanto. Máxime cuando nuestros espejismos se fundan en el toreo español y queremos que los héroes que nos visitan acometan las mismas hazañas que realizan allá. El héroe, en cualquier historia, debe ser templado y justo; le corresponde, también, restarle consistencia al enemigo luchando por la verdad, la belleza y lo bueno. Ese es el ideal. Usted es un cínico de los pies a la cabeza y con sus trampas se ha encargado concienzudamente de desmitificar a nuestro héroe.
No sé si la conozca, en el inventario cultural del toreo mexicano tenemos una foto que captó una tarde de triunfo apoteósico, imagínese, final de la corrida, delirio en los tendidos. En el ruedo, multitud envolvente, empujones, nostalgia en tonos de blanco y negro, el diestro Rafael Rodríguez es llevado en hombros por un tipo al que un mozalbete le está aligerando de peso trincándole la cartera de la bolsa interior de la chaqueta. La fotografía es anecdótica y curiosa. Sin embargo, lo de usted se pasa mucho del chico anónimo, ese que por un disparo inoportuno inmortalizó su ratería, mire que pasarnos a la báscula a todos de un tirón, es rumiar a lo grande.
Si piensa que este es el país de la mediocridad, está en lo cierto. Con todo, no nos gusta que nos vean la cara. Estamos hasta la madre de ladrones como usted. Nos han asolado desde tiempos inmemoriales. Durante el siglo XIX Los Bandidos de Río Frío, a medio camino entre las ciudades de México y Puebla, desvalijaron a nuestros tatarabuelos. Sus fechorías se hicieron novela gracias al escritor Manuel Payno.
Jesús Arriaga fue el nombre de un tipo apodado Chucho el Roto, bandido casi mitológico y un estafador, por poco digo insuperable pero a partir de este octubre ya no lo es. Después, las hordas revolucionarias, por necesidad, por venganza y por deporte, esquilmaron a nuestros bisabuelos. El Carrizos fue un ladrón que operó en la ciudad de los palacios y que a la vieja usanza, o sea, sin lastimar a sus víctimas desvalijó las casas de muchos, incluidos grandes personajes. El Aguilita, El Capitán Fantasma, o cualquiera que sea el apodo, nos aplican la ciencia de Caco en cuanto nos descuidamos.
Otro ejemplo, más dramático y grotesco, es la canalla de políticos y servidores públicos que en los tres poderes, cada periodo administrativo, nos dejan con una mano adelante y otra atrás.
Novelescos, arbitrarios, uniformados, pícaros, de cananas y sombrero, de cuello blanco, de alma negra, de luces, de sombras, de manera oficial, nos han robado las pertenencias, el dinero, el tiempo, el futuro, la paz y la inocencia, pero no estamos dispuestos a tolerarlo más.
Que un pobre diablo robe para llevar el pan a los críos, entendemos es parte de la vida y como sea lo soportamos, pero que lo haga un listo burlando nuestra afición más entrañable, nos cala tanto como una patada en los huevos.
Así que háganos un favor, señor Ponce: ya váyase.
Purísima y Oro