La hija de Angélica es una estudiante de gastronomía en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla que convalece esta semana de dos operaciones de urgencia, en un hospital público.
Fractura de fémur y un apéndice reventado fueron las consecuencias que trajo huir de dos asaltantes que tiene plenamente identificados.
El atraco ocurrió alrededor del mediodía, en un sitio multicitado de Ciudad Universitaria.
Se trata de una muchacha de apenas 18 años, cursa el primer semestre de la carrera. Para la hija de Angélica difícilmente habrá un gesto de atención institucional, impulsados solidarios desde su facultad, movimientos sociales que organicen marchas, proclamas, consignas o trending topic en redes sociales.
Es hija única, discreta y concentrada en su tarea diaria. Su madre Angélica es madre soltera, enfermera militar que trabaja como ayudante de cocina, quien además, está al cuidado de una madre (la abuela de la víctima) a quien el cáncer mortal la acecha día y noche, primer eslabón de esta cadena de infortunio.
La jovencita que convalece de las heridas provocadas por el asalto es un número perdido entre los miles que existen en la comunidad estudiantil. Ignoro si exista una estadística de los asaltos, vejaciones u homicidios que se cometen a diarios alrededor de las universidades de la zona metropolitana de Puebla.
Lo que sí ha quedado claro en el día a día, es que el sistema de procuración de Justicia está colapsado. Sin agentes del Ministerio Público, ni papel bond suficiente para redactar denuncias o averiguaciones previas, el trabajo de esa instancia se ha reducida a la casi nada.
La solvencia moral de Víctor Carrancá, el procurador, se desvaneció desde el caso del niño muerto en Chalchihuapan y la teoría del cohetón, en julio del año pasado.
Aún está presente en el imaginario el caso irresuelto de Josué Cruz Sánchez, el universitario asesinado en las cercanías de la Facultad de Estomatología a mediados de agosto pasado que generó una movilización estudiantil para demandar justicia y seguridad para la comunidad.
“Me consta que, desde el movimiento universitario de 1968, el estudiantado se convirtió en encarnación de lo promisorio y renovador (…) En un país de población joven en su mayoría como lo es México, matar estudiantes resulta más escandaloso aún”, escribe Sergio González Rodríguez en Los 43 de Iguala (editorial Anagrama, serie Crónicas), de aparición reciente.
La hija de Angélica y su familia viven con miedo. Los asaltantes decidieron actuar cuando la joven estudiante universitaria cruzaba sobre el puente peatonal que va de CU a la Facultad de Contaduría, en donde se encontraría con otras compañeras universitarias.
Pero para ella no habrá más nada que estas líneas en un intento de hacerla notar, en media de un caudal de frivolidad palaciega, mensajes encriptados de poderosos y el silencio ominoso de la BUAP ante una pregunta pertinente:
¿Cuántas víctimas más?