Lo he citado en este mismo espacio: lo opuesto a la moral, no es lo inmoral, sino la desmoralización. Sabias palabras de José Ortega y Gasset, escritas en la segunda década del siglo XX. Palabras que no pierden vigencia y que en el caso de nuestra realidad mexicana son una y otra vez refrendadas con hechos lamentables.
Echemos una mirada, así, a vuelo de pájaro, sin estadísticas, como acostumbran a argumentar aquellos que hacen afirmaciones contundentes en contra de sus adversarios, sin números de por medio.
¿Le gustaría ir del presente al pasado? Seguramente se me irán muchos ejemplos importantes. Pero, dígame, ¿ya quedó resuelto el caso de los niños que murieron en el colegio Rébsamen? Me parece que tampoco ha terminado de hacerse una repartición justa de los apoyos a damnificados por el sismo del pasado septiembre.
No recuerdo, tampoco, que se haya implementado un serio dispositivo de seguridad para evitar el índice de asesinatos y vejaciones a mujeres en la ciudad y en el estado de Puebla.
Todos los días, el alcalde de Acapulco y el gobernador de Guerrero, declaran que se lucha contra la inseguridad en la entidad y todos los días hay al menos dos personas asesinadas en algún municipio del estado.
No he visto acción alguna para poner orden en el sistema de transporte público de la Ciudad de México, en dónde nací y he vivido la mayor parte de mi vida. Tampoco he visto que se haya erradicado el cartel “inexistente” en la delegación de Tláhuac.
¿Dónde están los 43 jóvenes desaparecidos? Y cuál es la identidad y razón de muerte de los miles hallados en fosas clandestinas.
¿Hay alguien que controle la voracidad de los bancos? ¿Alguien que dé cuenta de por qué lo que se ahorra en los fondos de pensiones le pertenece a las empresas de AFORE en sus criterios y en sus razones, y no al contribuyente?
Pero no quiero ser injusto, no puedo hacer este recuento en contra de las autoridades: tampoco recuerdo un solo chofer de colectivo que respete las líneas peatonales, que maneje con precaución, que cuide su apariencia y la de sus unidades. No he visto mercados públicos que no estén llenos de basura, o tianguis permanentes que no estén cubiertos con lonas impregnadas de suciedad.
Creo, por cierto, que en ese asunto de apoyo a los damnificados, tampoco les duele mucho la conciencia a aquellos damnificados por profesión que trafican con los beneficios de los fondos de emergencia.
Me llena el corazón de rabia, escuchar la cantaleta de jóvenes que en el metro o en el transporte colectivo de cualquier entidad te piden que les des las gracias por no atracarte y que lo único que buscan es: “un apoyo voluntario”. Además de amedrentarnos hay que agradecerles que no nos den un tiro.
¿Puedo decir, de verdad, que mi pueblo y yo mismo no somos gandallas y chanchulleros, cuando la situación “lo amerita”? ¿Y que no somos cada uno, los que hemos ido construyendo este escenario de manera casi imperceptible?
Y pasando a nuestros gloriosos candidatos a la presidencia, sumergidos todos en promiscuas alianzas, no he escuchado a ninguno, aceptar sus errores y los desatinos que han cometido en contra de la sociedad: todos se sacuden la culpa, acusando al contrincante, que, a estas alturas no sabemos quién es.
No he escuchado a ningún expresidente, exfuncionario, ministro de culto, líder sindical haciendo un juicio autocrítico de su gestión: todos han sido maravillosos.
Ahora, dígame, deme una razón que pueda contra este brevísimo recuento, para que este pueblo nuestro no esté desmoralizado.
No, no soy fatalista, simplemente establezco los escenarios que usted y yo conocemos, que construimos todos los días y nos llevan al desgano, a la falta de fe, a la aniquilación de esperanza, en suma, a la desmoralización.
¿No hay nada bueno? Sí por supuesto, pero se está ahogando, está colapsando y estas líneas quisieran ingenuamente exhortar a tomar cada uno las riendas de nuestras vidas, para no ser sepultados por la desmoralización.
A trabajar por la educación, por la honradez, por la moderación en el consumo, por la veracidad. Porque eso, estar desmoralizados, es, peligrosamente abrir la puerta a la inmoralidad que de cualquier lado se avecina para ocupar el poder que ya está prácticamente en sus manos.
Hasta la próxima.