Los actos humanos sin sentido se denominan actos de locura. Sin embargo, cuando esos actos sin sentido conforman una actitud, la actitud misma se convierte en sentido.
A la luz de este furor que nos ha ocupado desde el inicio de las campañas electorales, me preocupa, no solamente quién será el próximo presidente del país, ni el hecho de cómo habrá de conformarse la siguiente legislatura (aspecto, que, al ver tantísimas publicaciones, veo que se trata muy poco, olvidando que en esa legislatura estará realmente buena parte del futuro de este país). Me preocupa que, cada día tecleamos de manera furibunda nuestras convicciones o nuestro encanto por aquél a quien votaremos el 1 de julio, esperamos con avidez la respuesta de los “likes” o de los disentimientos, o, hasta de las mentadas de madre. Y contestamos, igualmente: con devoción o con otras tantas mentadas de madre. .Ahí hemos encontrado el sentido: en la guerra misma.
Estamos a unos días de que se nos acabe esa locura y, querámoslo o no, llegará al poder, aquél a quien que queremos o a quien no queremos.
No hemos abierto un diálogo: el diálogo es búsqueda conjunta para encontrar la verdad. Hemos desatado una ola de injurias, de denostaciones, de argumentos que están cargados de insultos y descalificaciones a quienes –con sentido crítico o con esperanza ingenua– piensan diferente a nosotros.
Estamos a unos días de dejar de sentirnos politólogos y tendremos que “apechugar”, como se dice en el lenguaje coloquial, lo que una mayoría decida en las urnas. Estamos a unos días en los que ya no caminaremos en las redes con la ingenua creencia de que estamos influyendo en la decisión de los otros.
Estamos agotados, creo que serán pocos quienes lo nieguen. Estamos agotados de querer convencer y de los que quieren convencernos. Sin embargo, tomamos el teclado, y pensamos que en él está el futuro, que en el teclado está el sentido de nuestra participación política. Nos estamos volviendo locos.
Y de algo estoy seguro: no es de la locura de donde nacen los proyectos sensatos. Los propios candidatos han enloquecido, preocupados en sofisticar sus campañas para hablar mal del contrario; para sacarle sus “trapitos al sol”, para subir en las encuestas.
Estamos tan absortos en nuestros valiosos análisis que justamente a quien queremos derrocar, lo fortalecemos, en mayor o menor medida: nos hicieron entrar al juego y… entramos.
Pero llegará el dos de julio, aquí estaremos. Valdría la pena echar un vistazo a nuestra particular existencia y ver si en ella hemos puesto el mismo afán crítico que en este proceso electoral. Me parece que hemos perdido el tiempo: hemos sido contratados sin sueldo para defender a nuestro candidato, y le hemos facilitado algo que debió hacer por su cuenta: convencernos con argumentos acerca de su plan de gobierno.
Pero no, ya nos hemos peleado, nos hemos agredido; no hemos formado foros de discusión, sino que lanzamos en nuestros muros cuanto esté en nuestras manos para ganar la guerra que ellos debieron haber luchado. Porque todos, todos los mexicanos, que debiéramos unirnos por el país que compartimos, debimos exigir una propuesta y votar por ella. Pero nos enfilamos, engrosamos las porras, somos “hinchas” de nuestros candidatos y militamos por un candidato, no por el país.
¿Y si en lugar de esta exitosa convocatoria para enfrentarnos, hubiéramos logrado esa misma convocatoria y unánimemente hubiéramos denunciado la pobreza de propuestas; la dudosa reputación de los contendientes y nos hubiéramos unido a esperar propuestas plausibles, ¿a exigir una contienda con políticos dignos? ¿qué historia política personal de cualquiera de los tres que ahora encabezan las preferencias, es realmente un respaldo de credibilidad? Y a lo mexicano, iremos por “el menor de los males”. Tenemos a los que nos han puesto y nadie, de uno ni de otro partido, pudimos oponernos. Ahora, habrá que votar.
Así que, una vez terminada esta locura, entonces sí tendremos qué ver cómo volvemos a unirnos. Ojalá no sea en un sismo, ojalá no sea hasta dentro de seis años.
Hasta la próxima.