La poesía española recoge los vínculos de la religión católica con las corridas de toros desde el siglo XIII. Hace unos días, leí Seguro azar del toreo (Salamanca ediciones, 1983) en donde Pepe Alameda explica que fue el fraile benedictino Gonzalo de Berceo (1198-1264) el primer poeta que escribió sobre la Virgen y el toro en “Clérigo Embriagado”:

La figura del toro que se encuentra excitado,
rascando con los pies, el cielo demudado, 
con fiera encornadura y con saña y airado,
parósele delante el traidor bien probado.
Le hacía gestos malos la cosa endiablada
como si al corazón lanzase la cornada,
estaba ya el buen hombre dispuesto a la espantada,
más llegó la Gloriosa, la Virgen coronada.
Vino Santa María con su ser ocultado
tras el hábito y nadie la hubiera sospechado, 
pero se metió en medio del hombre y el pecado, 
y el toro tan soberbio, luego quedó amansado.
Le amenazó la dueña con la falda del manto, 
haciéndole con ello sentir tan gran quebranto,
que se alejó entre gritos horrísonos de llanto.
Y quedó en paz el monje, gracias al Padre santo.

En el siglo XVII los poetas españoles hermanaron en forma más evidente los misterios de la religión con los de las corridas de toros. Alonso de Ledesama (1562-1623) escribió un poema dedicado a los siete pecados capitales que concluye con el siguiente verso: 

 Mirad pecador por vos,
baste la primer caída,
no arriesguéis así la vida,
ni la estés llamando así:
“vente a mí torillo, hosquillo, 
toro bravo vente a mí”.

Antonio Mira de Amescua (1577-1644) alcanzó dimensiones mucho más elevadas tanto a nivel literario como simbólico e, incluso, teológico. En “El esclavo del Demonio”, Satanás, convertido en toro, hace temblar al hombre que sabe que “no es eterno”. Pero está Dios que, al ser “eterno”, no tiembla ante él. En la lógica de Mira de Amescua, el hombre, para poder con el toro y, por lo tanto, con el demonio, debe desarrollar virtudes que lo asemejen a Dios. 

Alameda explica que a estos poetas no sólo los movía la intención de jugar con metáforas e imágenes mediante la comparación de motivos religiosos con taurinos, sino que buscaban traducir la voz colectiva del pueblo español que, como hecho real e histórico, se caracterizaba por el catolicismo y por las corridas de toros.

“Cuando ambos, catolicismo y fiesta de toros, están en su impulso de crecimiento, rumbo a su propia forma y, por lo tanto, en una gran tensión vital, la voz de los poetas recoge y expresa esa hermandad exaltada. Después, ya adquirida la forma y consolidado el estilo, la tensión cede, el impulso se aquieta. Y los poetas callan” (Ibídem, p.85).

A principios del siglo XX, los escritores de la Generación del 27, retoman, a través de la poesía, los vínculos del catolicismo con la tauromaquia. 

“Poetas tan distintos como Antonio y Manuel Machado, Miguel de Unamuno, Enrique López Alarcón, Adriano del Valle, Rafael Alberti, Pedro Garfias, Gerardo Diego, Federico García Lorca, cada uno por su camino vienen todos a dar a Roma, a coincidir en la expresión poética de la misma realidad. La diferencia está en que los del diecisiete introducían motivos taurinos en sus poemas religiosos y los contemporáneos suelen hacer al revés, introducen motivos religiosos en sus poesías taurinas” (Ibídem, p.86). 

Toreros de aquella época como Joselito, Belmonte y, más tarde, Manolete inspiraron odas en donde se incluían motivos religiosos. Los poetas también cantaron a la Semana Santa de Sevilla y a las vírgenes vinculadas con la tauromaquia como la Macarena. 

Federico García Lorca, en su obra cumbre Llanto por Ignacio Sánchez Mejías hace una sutil, pero poderosa alusión a Jesús crucificado. En el segundo movimiento dice:

Que no quiero verla.
Que no hay cáliz que la contenga.
Que no hay golondrina que se la beban.

La explicación de Pepe Alameda nos ayuda concluir en forma poética: “Aquí, como en casi toda la obra de Federico, está el hombre solo. El hombre y la muerte, frente a frente. Como cristo en la cruz. Como Ignacio sobre la Piedra” (Ibídem, p.92).