Veintidós mil volúmenes de tema taurino son un paraíso para los que aman los toros y las letras. Mis recuerdos de Madrid están asociados a ella, más que a casi ninguna otra cosa. Soy alguien que rodeado de libros encuentra el sentido de su vida. Junto a ellos está la paz y el sosiego, en sus páginas la ilusión, la aventura, el conocimiento. Una biblioteca, sobre todo si se trata de la Carriquiri, es un ser vivo. En la mesa de trabajo que me asignaron realicé una gran parte de la investigación de mi tesis doctoral.
Al amparo de sus libros fundí aquel caluroso verano y me puse a capturar cuanta información consideré importante, para escribir una tesis que trata el tema de la narrativa y los toros. En los anaqueles de esa biblioteca perviven la teoría y los dogmas, del mismo modo, la memoria y la imaginación del toreo, historia y ficción, sin olvidar que la primera no existiría sin la segunda y viceversa.
En la biblioteca Carriquiri conocí a José María Sotomayor, que era el director de la misma y me amigue con ese ser cálido, generoso y bueno, un hombre de cultura y conocedor profundo del toreo. Él es el escritor, entre otras obras de gran importancia, del libro Miura, Siglo y medio de casta (1842-1992) y que prologó el mismísimo don Eduardo Miura, publicada por la editorial Espasa-Calpe como parte de la colección “La tauromaquia”.
En aquel piso del número quince de la calle de Génova, José María puso en mis manos un cartapacio de color rojo que contenía los grabados taurinos de Goya, primera edición, publicada durante 1816; La tauromaquia de Pablo Picasso editada por la editorial Gustavo Gili y también, me permitió sostener la espada con la que Manolete partió su pastel durante un cumpleaños y que en la biblioteca mantuvieron con los restos de chocolate como migajas sagradas, hasta que una encargada de la limpieza, sin preguntar a nadie, decidió lavarla. De aquel lugar, también guardo en mi recuerdo agradecido a Pilar, una historiadora muy joven, que me ayudó a conseguir datos valiosos.
En sitios así, cuando lees concentrado, atiendes a lo que te cuentan y paseas las yemas de los dedos con devoción sobre las antigüedades, puedes sentir la impronta de las personas que les dieron categoría de objetos históricos.
Tres años después de haber trabajado en ella, a las puertas de la enfermería de la plaza de Las Ventas, el sitio en que nos encontramos cada vez que voy a los toros en Madrid, José María me contó que la biblioteca Carriquiri había sido cerrada y que era casi un hecho que don Antonio Briones Díaz, su propietario, la donaría a la Comunidad de Madrid.
Hoy, con un soplo de nostalgia dulce, recuerdo aquella época al enterarme mediante la página electrónica del periódico El Mundo, que han finalizado los trabajos de adecuación de la sala José María de Cossío y están listos para recibir la famosa colección. Durante este mes de enero los volúmenes irán llegando a los seiscientos y tantos metros lineales de estantería en los que serán colocados bajo el tendido seis de la plaza de Las Ventas.
La última tarde que pasé en la biblioteca Carriquiri, los rayos del sol atravesaban las cortinas iluminando los lomos de los libros.
Al pensar que la investigación llegaba a su fin, supe que echaría de menos esos silencios sosegados. Me despedí de José María Sotomayor, de Pilar y se me nublaron los ojos. Me marché soñando que en el futuro volvería a dejar un ejemplar de mi tesis, página al cante dedicada con el debido agradecimiento. No fue así, las circunstancias cambian.
Lo que no se modifica es que uno se guarda en el corazón a personas, cosas y lugares. Lo haces con enorme aprecio y cariño, porque, cuando pasa el tiempo, comprendes que gracias a ellos has vivido parte de los momentos más entrañables, sencillos y felices de tu vida.