Se veía venir y es una pena. La empresa que gestiona la plaza de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, ha participado al público que se cancela la Feria de Abril de este año y si acaso, las corridas podrían darse hasta San Miguel.
Me gusta mucho la Real Maestranza, con su paseo Colón y el río Guadalquivir que corre manso en busca de un mar ya no tan lejano; me encanta la plaza sevillana que tiene su rincón dedicado a Curro Romero, al que uno pasa a venerar rogándole que mande bajar a los duendes; me gusta acercarme después de haber comido en el bar Arenal de Ventura, y así, cumplir con la norma que manda que para apreciar en lo que vale una faena, hay que cumplir con tres requisitos: El primero, valorar las condiciones del toro. Segundo, calificar la actuación del torero en relación al comportamiento del animal y la tercera, la más importante, haber comido y bebido bien. También, me place darme mi vuelta por la calle Iris y entre apretujones saludar a los toreros.
Es muy agradable acercarse sin prisas a la plaza y celebrar la buena suerte de ver toros en Sevilla, si uno consigue ignorar a la manada de chinos, que chillan mandarín y toman fotografías de todo lo que encuentran, ignorando dónde están e importándoles un carajo.
Después de seguir el ritual, voy a sentarme al tendido. A la Maestranza de Sevilla se entra levitando. El sol deslumbra cuando uno mira el albero en el óvalo irregular del ruedo. En su arena embisten toros fantasmales herrados con signos de leyenda: Murube, Pablo Romero, Benjumea, Arribas Hermanos, Moreno Santamaría, Urcola, Albaserrada, Conradi, Santacoloma, Concha y Sierra, Gamero Cívico, Ybarra, Veragua y Miura por los siglos de los siglos. Y los torean los espíritus de maestros míticos: Antonio Fuentes, Pepete, Belmonte, Joselito, nuestro Gaona, Machaquito, Chicuelo y demás dioses del panteón de la Tauromaquia. Nostalgia y embrujo de los tiempos pasados y que sólo conocemos por textos y fotografías macerados en la historia del toreo. Aunque en los tiempos que corren, sentir nostalgia es algo absurdo dicen los que ama la superficialidad.
El otro día, al final de clase vía remota, una alumna pidió hablar conmigo. En cuanto nos quedamos solos en la sala virtual, empezó: “Profe, ¿cómo voy a conocer a alguien siempre encerrada y si salgo, debo usar el tapabocas?”. Más que una pregunta era un desahogo y he aprendido que a veces, lo que buscan no es una respuesta, sino que alguien los escuche. Luego, completó: “He desperdiciado trece meses de mi vida”.
Ahora, que leo lo de la suspensión de la feria de Sevilla, pienso en la estudiante y su frustración. Sin las corridas de abril y las de San Isidro -sin el cine, los restaurantes, las comidas con los amigos- yo también, nostálgico, discurro que una existencia así, está siendo desperdiciada y añoro una vida que parece cosa de un pasado muy lejano. Hace dos años, es un ejemplo, una tarde luminosa y vibrante que pasé en la Real Maestranza, quién me iba a decir que venían tiempos de encierro casero y en los que si fuera menester salir, lo haríamos embozados y lejos los unos de los otros. Comprendo a la chica y sé que la carga de todo esto es más pesada para los jóvenes. En el confinamiento el tiempo no es el bálsamo indulgente que lo cura todo, puede que sea lo contrario, un avivador de nostalgias y melancolías. “No te angusties” –le dije- “Sueña y no dejes de hacerlo, que los sueños reparan el alma”. Y para animarla un poco, completé: “Si tienes que cubrirte medio rostro, entonces, píntate bien los párpados y riza las pestañas, que tus ojos han cobrado relevancia”.