Cierro los ojos y me adentro por los senderos de la memoria. En vuelo inverso voy dando marcha atrás hasta llegar casi al comienzo de mi vida. Mi infancia es un lugar remoto y los recuerdos se disipan. Envuelto por la bruma del tiempo, en un territorio en el que las fronteras de las remembranzas se confunden con las de la imaginación, me veo sentado junto a mi padre dentro de uno de los palcos de El toreo de Puebla. También están mis abuelos. Son tardes azules en las que soles abrazadores dividen la plaza en dos como la misma existencia, una parte refulgente y la otra, sombría.
La afición es un legado que los mayores nos van cediendo tarde a tarde con unas cuantas palabras y la vista fija en el ruedo. Nos toman de la mano y nos llevan a la plaza. De este modo, nos convierten en toreros para lidiar la vida.
Los de mi niñez fueron los tiempos en los que, sin saberlo yo, mi padre me estaba entregando la mejor parte de mi herencia. En las intensidades de aquellas tardes ya muy lejanas, estaba recibiendo la emoción y el asombro que, desde entonces, me acompañan cada vez que suenan los clarines. Poco a poco, de sus labios recibí toda una nomenclatura de lances, pases, pares de banderillas y estocadas.
El caudal hereditario también contenía opiniones, gustos y preferencias por los toreros inscritos en una lista de matadores que aprendí para siempre, Santiago Martín El Viti y Paco Camino en los lugares preponderantes; a ellos los hice mis predilectos con el hálito de virtudes que me contó mi padre.
Él me enseñó a decir berrendo y a distinguir un toro castaño de otro colorado. Supe que los toros de La Punta siempre eran negros, y cárdenos, los de La Laguna. Distinguí los brochos de los descarados y comprendí las claves mágicas que encierra la palabra trapío.
Cuando pienso en los primeros tiempos de mi afición, me veo junto a mi padre y lo que visualizo es el caleidoscopio del tendido de sol que quedaba justo enfrente de nosotros. Veo las hombreras y el espaldar de las casaquillas de los toreros, es que los palcos en el El toreo de Puebla se ubicaban al nivel del ruedo y el compartimiento familiar, estaba justo detrás del burladero de matadores.
Pasaron los años y mi padre dejó de ir a los toros, yo crecí y ya no veía brillos y sedas, sino asuntos de la condición humana. Los dioses cedieron sus lugares a hombres ordinarios. Así, fui llegando hasta este punto en el que sólo de vez en cuando, algún toro y su torero me hacen vibrar y renuevo los votos de fidelidad, entonces, el túnel del pasado se inunda de sol, se endulza la memoria y siento la misma emoción a flor de piel que embargaba a aquel niño que miraba la arena tomado de la mano de su padre.
Apenas es abril y ya te has marchado, Pepe, querido. Me dejaste esta herencia, pero te llevaste la pasión compartida. ¿A quién relataré fabulaciones y leyendas toreras gestadas la tarde de un domingo y guardadas para contártelas los viernes que comíamos juntos? El cauce será otro y el agua correrá cada vez más mansa. He cumplido, tu legado se lo entregué a mis hijos. El milagro de la tauromaquia estriba, tal vez, en que está rebozada de melancolía. El toreo es el empeño de las ausencias. A mí, que me gusta llorar por dentro, en la orfandad que hoy comienza, mesuradas e inconteniblemente indiscretas, me escurren las lágrimas por las mejillas.