Fantástico, extraordinario y fundamental para nuestra especie, así podríamos describir al conocimiento. Ciencia que se encarga de la verdad y tecnología que lidia con la utilidad. Este 2023 será, como cada nuevo ciclo en nuestra civilización moderna, determinante para la ruta de la humanidad.

En salud veremos una nueva batería de tratamientos de la mano de la genética, que vio en la atención al COVID-19 la oportunidad de demostrar su potencial. Digitalmente este será el año donde la inteligencia artificial alcance aplicaciones en nuestras vidas diarias.

Energéticamente el ‘23 será determinante. No solo por poder capturar mejor las capacidades energéticas del sol y el aire, pero por el alcance del descubrimiento que cerró el año: la fusión nuclear.

Domesticar el proceso que alimenta las estrellas liberando energía al obligar a átomos ligeros a unirse– significaría amansar una técnica que genera energía limpia casi ilimitada. Un cambio de juego total.

Pero en México nos faltará mucho para poder mamar alguna gota raquítica de estos progresos, puesto que parece que estamos enfocados en ir en reversa.

A finales del año pasado, por las mismas fechas que el norteamericano laboratorio Livermore anunciaba el éxito de su prueba de fusión, el presidente mexicano presentaba su iniciativa de Ley General de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación.

La ley propuesta es tan mediocre como lo permiten sus 124 páginas. Le comparto un par de elementos claves para ilustrar.

Primeramente, todos los investigadores y centros de investigación del estado asumirían el rol de entes públicos. Esto cortaría de tajo toda autonomía de estudios, otorgándole a la administración el destino de la agenda. La misma que nos iba a salvar con respiradores y tratamientos nacionales contra la pandemia del COVID.

Podrá pensar que excluir a empresas y universidades privadas de apoyos gubernamentales es una medida racional: ellos deberían de encontrar sus propios fondos. Pero así no funciona el mundo académico. La competencia internacional desvalijará las famélicas industrias innovadoras mexicanas y depredará los pocos talentos intelectuales que puedan florecer.

Los argumentos flaquean en congruencia. De los más de cien fideicomisos de ciencia que se extinguieron hace dos años, los fondos –25 mil millones de pesos– fueron a parar directamente los proyectos bazofia del presidente.

La titular del máximo ente científico nacional, el CONACYT (Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología), Elena Álvarez-Buylla, recibió más de 17 millones de pesos para las investigaciones que le dieron un nombre en el ámbito académico.

Nuestras leyes indican destinar al menos 1% del PIB en ciencia y tecnología, aunque con la nueva ley el monto mínimo desaparece. No es sorpresa. En esta administración no llega ni a un tercio de eso.

México ha perdido todas las oportunidades históricas de saltar al desarrollo gracias a la tecnología, y este 2023 parece que seguiremos en las mediocres mismas. Al menos en este espacio daremos seguimiento a todo lo que nos vamos a perder, ya que.