Hace unos días un módulo privado tocó la superficie de la luna. Fue un aterrizaje limpio, sin fanfarria, sin astronautas ondeando banderas. Solo un puñado de ingenieros, técnicos y ejecutivos siguiendo la transmisión en una sala de control en Texas que olía a café recalentado y a la calma tensa de los grandes momentos. Un éxito técnico, un triunfo de la ingeniería, en los noticiarios menos que un pie de página. No hubo grandes titulares. No hubo un Kennedy diciendo que nos retaríamos a nosotros mismos.
El módulo se llamaba «Blue Ghost» —Fantasma Azul— un nombre irónico para algo que debería haber sido monumental. Fue enviado por una empresa privada, parte de un contrato con la NASA, que ahora terceriza sus sueños. Peor aún, apenas unos días antes otra compañía había logrado lo mismo. El «Athena» también tocó la superficie lunar, aunque terminó volcado de lado y con sus paneles solares inútiles.
La ciencia avanza a pasos agigantados. Cada año, cada mes, algo que ayer era fantasía hoy es rutina industrial. Robots que caminan en Marte. Satélites que monitorean la atmósfera en tiempo real. Impresoras 3D que forjan partes de cohetes en órbita. Y, sin embargo, el asombro se diluye. Somos un animal de costumbres. Nos adormecemos. El pulso frecuente de las novedades tecnológicas se vuelve simple ruido de fondo.
Hubo un tiempo en que cada paso en la superficie lunar hacía que el corazón se detuviera. El mundo veía, suspendido. Hoy, una misión privada aterriza en la luna y el mundo bosteza. La ciencia avanza a zancadas, pero la humanidad es un animal de costumbres. Se aferra a lo que entiende, a lo que siente suyo. Los sueños, para ser sueños, necesitan ser compartidos.
Buscamos refugio en las instituciones. En lo que nos dé orden y consuelo. La más antigua de todas sigue erguida: la Iglesia Católica. Durante siglos ha sido un ancla para millones. Y aun ella no escapa al viento de los cambios. Hace unos días, el norteamericano-peruano Robert Francis Prevost Martínez se convirtió en el Papa León XIV.
Su nombre papal no es casualidad: miró al pasado, al papa León XIII y su encíclica «Rerum Novarum» de 1891, enmarcada en la Revolución Industrial, y al futuro, al desafío de la inteligencia artificial. Lo dijo sin rodeos: la era digital exige volver a revisar la dignidad humana, la justicia y los derechos laborales en medio de otra revolución industrial.
Cómo es posible, entonces, que un hito de la humanidad —nosotros posando naves en la Luna— pase a ser una nota mínima. El asombro, esa chispa única de nuestra especie, se apaga a fuerza de consumirlo sin pausa.
El ser humano es así. Hacemos temblar la tierra, tocamos las estrellas, pero nos cuesta detenernos a mirar el camino, imaginando solo está la meta. Lo que fue hito se vuelve rutina, y la maravilla pierde filo. Caminamos la delgada línea entre el genio y la indiferencia. Y mientras la humanidad mira su teléfono, soñando con la próxima distracción, en la superficie desolada de la Luna, máquinas privadas permanecen inmóviles, como estatuas mudas. Prueba irrefutable de que aún sabemos conquistar lo imposible, incluso cuando olvidamos asombrarnos.