La primera vez que vi un pulque en lata fue en una pizzería kitsch. En un cartoncillo engrapado en el menú, anexado a las prisas, se leía «100% mexican agave wine». Maridaje exhuberante entre los cabernets y los merlots, novedosa iniciativa para promoverlo entre los comensales extranjeros. Palabra clave: extranjeros. ¿Quién de ellos quisiera ir por pulque recién extraído de la boca del tlachiquero tras manejar horas bajo el sol?
El pulque, bien frío y servido hasta la comodidad de la mesa, mantiene todos los beneficios, omitiendo lo desagradable, lo perjudicial: no se transporta en tambos ni en las tradicionales castañas, tampoco posee el aroma penetrante del tinacal o se observa cómo el tlachiquero («highly-skilled worker who extracts sap from the agave plant», como describen este oficio en la página de la empresa comercializadora) lo extrae con la boca. Por supuesto, tampoco habrá de beberse en jícara, sentado a la intemperie junto a los magueyes.
Tales descortesías, de poca higiene para ellos pero ritualísticas para algunos de nosotros, “afean” la experiencia: el entorno y su proceso generarían desconfianza o hasta repugnancia entre los no mexicanos. El pulque, como mucha de nuestra gastronomía, es más que el platillo en sí; es una serie de símbolos que difícilmente caben en una lata, en una bolsa sellada al vacío o en una charola emplayada del supermercado.
Este producto, pensé, solo funcionaría lejos de Tlaxcala, capital pulquera de México que produce alrededor de 37 mil litros anuales. Más del 95% de esta bebida enlatada se exporta a países como Estados Unidos, Alemania y Francia. Pocos mexicanos —por no decir ninguno— lo comprarían en esta presentación por otra razón que no fuera la curiosidad o el autoengaño.
Mi primera impresión fue sencilla: una vez más se busca agradar al turista internacional (en el discurso oficial se destaca que el proyecto es un orgullo de Nanacamilpa, pionero de este invento, y favorece a los productores locales), sacrificando la tradición culinaria nacional y elevando exponencialmente los precios para generar una plusvalía de estatus endeble. El problema es más complejo.
En los últimos años, se estima que México produjo alrededor 184 millones de litros de pulque, con un valor total de comercialización de hasta 820 millones de pesos. Esta bebida prehispánica, además, revivió las pulquerías. Según la Asociación Nacional de Pulquerías, A.C., en CDMX y EdoMex existen apenas 33 locales y en todo el país existirían, registrados, alrededor de 100, una cifra triste considerando que en 1865, durante el Segundo Imperio, se contabilizaron hasta 817 tan solo en la capital. Las circunstancias de urbanización eran distintas.
Las pulquerías no están en las ciudades sencillamente porque su producción está en las comunidades. Su embotellamiento y exportación atenta contra su esencia misma. La delicadeza de esta bebida dificulta su traslado y conservación. Pese a ello, la necesidad de exportarlo es inminente. Estas ganancias se estaban escapando de Tlaxcala, segundo lugar nacional de maguey pulquero; sin embargo, los resultados no han sido los esperados para los productores, pues ha existido un deceso de hasta 30% de aguamiel en la entidad.
¿A qué responde, entonces, esta necesidad de industrialización? A la internacionalización de la marca Tlaxcala, una tarea emprendida por las autoridades estatales, para lograr el posicionamiento en mercados externos. En contraposición con la narrativa oficial que indica que los principales beneficiarios del pulque en lata son los productores, su apoyo es escaso. ¿Quiénes son, entonces, los realmente favorecidos?
Según la Unión de Asociaciones de Productores de Maguey, las pérdidas de hasta 40 por ciento de ganancias no solo se deben al desinterés por la creación de esta bebida. Desde 2020, a nivel nacional, el maguey y aguamiel (también próximo a enlatarse, adelantan los productores) han sufrido las consecuencias medioambientales, además, la falta de actualización en tecnologías para su fermentación, traslado y conservación incrementan la merma.
Sin aguamiel no hay pulque. Industrializar el producto no ataca al problema de raíz, ni siquiera soluciona un problema mal planteado desde un inicio. La exportación es, al parecer, un logro exclusivo para las empresas que excluye a los verdaderos productores; posicionamiento de la imagen nacionalista que rescata las tradiciones para blanquearlas y venderlas al extranjero.
No es la primera vez que la industrialización llega a la gastronomía mexicana. Tamales y pozole de La Costeña, mole Doña María, chilaquiles verdes de La Sierra… ¿Terminará la tradición pulquera? Difícilmente. Estos ejemplos dan fe de ello.
Recientemente, mientras caminaba por los pasillos de un Walmart, tienda con convenio para comercializar esta bebida, vi una lata de Pulque Hacienda 1881. Esta vez, cedí. Al llegar a casa, seguí las instrucciones: agité, destapé y bebí. Aceptable, para ser una lata. Si me agarran de malas, mi opinión hubiera sido menos condescendiente. Pero este envase de néctar fermentado de agave, aunque adornado con un catrín similar al de Posada como para reafirmar su mexicanidad, está muy lejos de ser pulque, un pulque real.