Si en una colonia se vive con inundaciones, la situación se normaliza con colocar un tapón o dique a la parte del río incontrolada. La fórmula vale para muchas cosas más, normalizar es una regla de oro de la política y de los artífices del poder real.

Para evitar lo anormal se crearon las políticas de prevención, como la planeación urbana para el caso de las ciudades. Pero, aparentemente, nada se puede, en general, contra la naturaleza como acabamos de observar con los sismos del pasado 7 y 19 de septiembre.

La naturaleza despliega su potencia con mayor intensidad sobre la vida humana, ahí en donde lo normal es lo normal y, lo imprevisto, no existe. Es como una lógica interna y sistemática de la sociedad de lo normal. Lo que no es normal es lo que debe surgir de lo normal pero controlado.

En ese sentido, lo anormal incontrolado es imposible de prevenir en las sociedades de lo normal controlado. La razón es que lo anormal no existe para estas sociedades de control, aunque la vida en general, la vivida es en realidad algo imprevisible. 

Prever que puede ocurrir un sismo por encima de los ocho grados, que puede derribar vetustas iglesias o casonas, o casas construidas con adobe y modernos edificios, es imposible en una sociedad que actúa sobre el principio de lo normal controlado.

No se justifica. Es seguro que los daños materiales y sobre todo humanos, no hubiesen sido los mismos en una sociedad predispuesta a lo anormal. Por lo menos el gobierno habría dejado de actuar como si todo estuviese bajo control. 

Hubiese realizado un estudio durante los 32 años, luego del sismo de 1985, sobre edificios, casas antiguas, mal construidas y reconvenido a políticos e industriales inmobiliarios por inmorales.

Debieron de existir iniciativas que poco se conocen sustentadas en la prevención de lo anormal, y que han emergido como críticos luego de ver el desastre ocurrido. Pero es difícil que una sociedad que tiende a la normalidad pueda ver y escuchar lo que está fuera de su lógica.

La normalización en estos casos es como el ejemplo que hemos puesto al principio. Si existe un sismo se crea una medida que normalice los daños. Una ley y se acaba con lo irruptivo. Si se repite el sismo se renueva la ley y todo a la normalidad. 

Las víctimas humanas son víctimas humanas. Se normaliza con la estadística: 540 por aquí, 320 por allá. No importa, ya son un dato estadístico que regulan y dan certeza ante la incertidumbre. Las vidas socializadas truncadas no existen, todo se resuelve con un apoyo para vivienda, la reconstrucción de la barda o el pago de una renta.

Hay que levantar edificios, regresar al futbol, a la escuela, rescatar a la sociedad del espasmo de lo anormal y los anormales. Evitar que los anormales que se adaptaron a la anormalidad tomen el control. Los que saben de la normalidad y el control deben asumir la reconstrucción.

Es lo mismo que tapar con un dique el río que inunda la colonia. La sociedad de la normalidad no quiere ver su realidad: vivimos en la anormalidad de la vida, que se repite, una y otra vez: en 1957, 1985 y 2017. 

El problema es que se repite como poder, es el mismo que establece las cifras de muertos, reforma o rearticular leyes y, con ello, destina algo del presupuesto.

El poder vuelve una y otra vez, pero más potente, voraz, sin escrúpulos, que nada se mueva: Fuerza México, ¿volverá en 30 años?