José Ramón Reina de Martino

En este domingo radiante de vida, la Iglesia nos invita a participar del gozo de la Resurrección del Señor. Se nos invita a no a mirar desde fuera, a hacer nuestra esta alegría, como cuando se toma parte en una fiesta. Y esta es la fiesta más grande: es la Pascua, la del Señor y la nuestra.

Pascua: paso de la muerte a la vida, a la vida gloriosa de los hijos de Dios, vida que ya se nos da en Cristo resucitado, al que ahora celebramos.

No puede haber para el hombre alegría más profunda que la que hoy se proclama: de la salvación.

Hoy resuena, como el silbido de una luz vertiginosa, el eco, aún vivo, del anuncio de la Resurrección del Señor. De boca en boca corre este rumor, que se prueba eficazmente por el testimonio del Espíritu Santo en los corazones renovados. Cristo ha resucitado y se ha aparecido. Es verdad. Nosotros somos testigos de ello.

Sin embargo, para entrar en esta fiesta eterna de los hijos de Dios, es necesario que nos vistamos con el atuendo adecuado. Y ese traje de celebración es la fe, ya que sin esta nos quedamos fuera.

De los hombres y mujeres que conocieron a Jesús, sólo los que tuvieron fe en Él encontraron la alegría de la salvación. Para los otros, las cosas no cambiaron. Del mismo modo ocurre hoy: sólo por la fe que recibimos en el bautismo y compartimos en cada misa encontramos la alegría de la salvación. Para los demás este domingo es igual a todos.

Puede que, incluso, sea hasta un día triste, vacío, lleno de nostalgia y de un deseo ahogado de encontrarse con Dios. La Pascua que celebramos inaugura un tiempo de gozo. Jesucristo ha resucitado como el primero de muchos para mostrarnos cuál es la vida que nos espera y se nos ofrece si damos el paso de la fe.

Así por esta celebramos a Jesucristo, el hombre que nos renueva y a toda la creación, inaugurando cielos y tierra; Jesús, el Señor, es ya la cabeza de esta nueva creación.

Por eso anoche hemos bendecido el fuego, la luz, el agua y hemos renovado nuestras promesas bautismales, porque celebramos la nueva vida que nos trae el mismo Dios hecho hombre. La Resurrección aniquila el poder de la muerte y la transforma sólo en un paso –amargo, pero no definitivo–: la muerte se transforma en el último acto de amor y entrega del hombre a su Señor.

No hemos tenido oportunidad de ver a Jesús resucitado, pero Él mismo nos dice que son felices los que creen sin ver. Por eso el Señor, en primera instancia, no da pruebas en sentido estricto de la Resurrección, sino signos: una tumba vacía y ángeles que lo proclaman vivo.

La palabra de la Sagrada Escritura que nos anuncia que Cristo murió y resucitó por nosotros y por nuestra salvación, y la fe de la Iglesia que parte de los mismos apóstoles que vieron al Señor resucitado, comieron y bebieron con Él y así enviados llegan a nosotros en sus sucesores, los obispos y los sacerdotes.

Nuestra única respuesta quiere ser la Fe, del discípulo amado que no vio a Jesús; vio las vendas caídas y el sepulcro vacío, y creyó en Él, al que más tarde observaría.

También queremos contemplar con fe el testimonio inalterado de la Iglesia, que desde la ascensión del Señor cree y celebra al resucitado en cada misa hasta que Él vuelva. El signo para nosotros (como para el discípulo amado) es la misma Iglesia, que a pesar de su debilidad y los defectos de sus miembros permanece siempre estable a través de los siglos, para dar testimonio de la palabra del Señor y llevar a todos los hombres la buena noticia de la salvación.

Este es el gran signo de que Jesús está vivo, pues de lo contrario el milagro viviente que es la misma Iglesia, no podría sostenerse. Se confirma así la palabra de la escritura: Jesucristo ha resucitado.

Y si analizamos nuestra vida, encontraremos también muchos signos, que nos ha dado el Espíritu Santo que recibimos en el bautismo, y viendo todo esto queremos creer hoy aún más, crecer en la fe.

Así, al celebrar hoy llenos de alegría al Señor resucitado, avivemos nuestra fe, acrecentemos nuestra esperanza, y dejemos que Cristo renueve la fuerza de nuestro amor.

¡Amén! ¡Aleluya!

Sea alabado, Jesucristo.