Pbro. Carlos Gasca Castillo
Celebramos el domingo 28 del Tiempo Ordinario y desde el inicio el evangelio nos recuerda el itinerario que estamos haciendo con Jesús hacia Jerusalén.
Muchas veces, al escuchar los relatos evangélicos, corremos el riesgo de permanecer en la superficie de los mismos, sin animarnos a profundizar en el mensaje que el Señor nos quiere regalar. Por ejemplo, en este domingo podemos quedarnos solo con el acontecimiento de la curación de los leprosos, olvidando que detrás de cada signo que Jesús realiza hay una enseñanza que nos quiere dar. Por lo que los invito a adentrarnos en la extraordinaria riqueza de la Palabra de este domingo.
El lugar donde se realiza este signo es en sí mismo una enseñanza, pues dice el evangelista que Jesús está en los confines entre Samaría y Galilea, ambos territorios considerados tierra de paganos, donde estaban los excluidos, los ignorantes de la ley, los que no podían ser gratos a Dios por su condición alejada. Y es justamente ahí donde Jesús encuentra a estos diez leprosos, situación aún peor, pues sabemos que según la ley de la pureza, los leprosos tenían que ser excluidos de la comunidad, nadie podía acercárseles y ellos mismos tenían que hacer que los demás se alejaran, pues si por alguna razón tenían que entrar en la ciudad debían ir gritando “¡Impuro! ¡Impuro!” (cf. Lc 13,45-46). El signo es extraordinario, pues en el fondo lo que nos quiere trasmitir es que para Dios no hay esta distinción de pureza o impureza, que ante él todos tenemos la misma condición de hijos y que esa condición nos hace ser hermanos.
Cuando los leprosos salen al encuentro de Jesús elevan un grito de súplica, que es a la vez una verdadera confesión de fe en la persona de Jesús: “¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!” (Lc 17,13). Para estos leprosos, ser purificados significaba recobrar su dignidad de personas, ser reintegrados en la comunidad, participar nuevamente del culto y la posibilidad de recibir la bendición de Dios que por el pecado les era negada.
La respuesta de Jesús al grito de los leprosos es una respuesta serena: “Vayan a presentarse a los sacerdotes” (Lc 17,14), esto nos hacer recordar la misma simplicidad del signo que Naamán tiene que realizar por mandato del profeta Eliseo, solo tuvo que bañarse siete veces en un río para quedar limpio (2Re 5,14); así los leprosos, mientras iban de camino quedaron limpios. Y es que esto es un acto de verdadera fe, pues una fe madura no necesita de signos extraordinarios, solo necesita creer en la palabra de Jesús.
El evangelio continua diciendo que “uno de ellos, viéndose curado, se volvió bendiciendo a Dios en alta voz, y postrándose rosto en tierra a los pies de Jesús, le dio las gracias” (Lc 17,15-16). Es importante tener presente que este era un samaritano, es decir, nuevamente un “pagano”, un “excluido”, pero al final es el único que toma conciencia de que el hombre no acumula méritos ante Dios, por lo que ninguno puede decir que Dios nos debe algo por ser “buenas personas”, pues “no somos más que unos pobres siervos; solo hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17,10).
Finalmente, Jesús dice a este hombre “Levántate y vete; tu fe te ha salvado” (Lc 17,19), es decir, la fe es lo que salva al hombre, es la fe la que restablece la relación con Dios, con los demás, con la naturaleza y consigo mismo, cuando esta se ha roto a consecuencia del pecado. Es una fe que se manifiesta como gratitud, pues quien agradece reconoce que, aquello que ha recibido, es don absoluto de Dios. La fe nos abre a la gratitud, nos ayuda a reconocer que nada hemos merecido, que todo, absolutamente todo, es gracia.
Pidamos al Señor que nos conceda una fe que nos ayude a superar cualquier tipo de diferencia y discriminación; una fe que nos impulse a hacer presente el Reino de Dios, sobre todo entre aquellos que son excluidos por cualquier situación; una fe que nos ayude a ser siempre agradecidos y a vivir en continua alabanza.