Carlos Gasca Castillo

Celebramos el Tercer Domingo del Adviento, al que tradicionalmente la liturgia le da el nombre de Gaudete, a propósito de la antífona de entrada de este día, la cual nos presenta un versículo de la carta de Pablo a los Filipenses: “Estén siempre alegres en el Señor, les repito, estén alegres. El Señor está cerca (cfr. Fil. 4,4.5)”. Y a partir de este tercer domingo la liturgia nos va guiando, ahora sí, en el camino que prepara la celebración de la Navidad del Señor, es decir, la conmemoración del nacimiento de Cristo en la carne.

Sin hacer mucho esfuerzo podemos notar a nuestro alrededor un ambiente festivo, seguro que en las calles, en los comercios, las casas, los templos, etc., ya podemos ver una gran cantidad de adornos y otros elementos que nos dicen que este tiempo es especial, que es diferente al resto del año, que es un tiempo de alegría. 

Sin embargo, tenemos que hacernos una pregunta fundamental: todos estos elementos decorativos, ¿nos dicen verdaderamente cuál es el motivo de la fiesta? Llevando a otro nivel la pregunta: ¿cuál es la razón de la alegría de estas celebraciones?

Estas interrogantes pueden parecer a muchos un cliché y alguno podría decir que “ya sabemos que la Navidad, que Jesús, que Santa Claus, etc., pero las fiestas son fiestas y nada más”. ¡Pues no, no es así! Ni estas preguntas son un cliché, ni la respuesta es tan banal como simplemente decir que la fiesta es fiesta y basta. Es más, pensar que algo tan noble como el estar con la familia pueda ser el sentido más profundo de estas celebraciones, resulta también banal.

A nosotros nos ha tocado vivir en un tiempo en el que lo que cuenta es no quedar mal con los demás, aun cuando esto signifique renunciar a nuestras propias convicciones, ahora por ejemplo se va haciendo más común escuchar que la gente diga “felices fiestas” en lugar de decir “feliz Navidad”, esto porque así no lastimamos la susceptibilidad de algunos. Sin embargo no nos damos cuenta que de esta manera vaciamos totalmente de sentido las celebraciones de estos días. Si durante este tiempo tenemos una razón para celebrar es porque Cristo ha asumido nuestra condición humana encarnándose y naciendo entre nosotros.

La razón de ser de la celebración es Cristo y sólo Él, pues es Él quien da cumplimiento a lo que anuncia el profeta Isaías en la primera lectura de hoy; Él es el Dios que viene a salvarnos (cfr. Is. 35,4); para el cristiano esta es la razón de su alegría y el motor que le impulsa para perseverar con paciencia, manteniéndose firme de ánimo hasta el regreso del Señor, sin murmuraciones, esperando encontrar misericordia en el día del gran juicio (cfr. St. 5,8-9).

Estimados amigos, nuestra generación es el resultado de un proceso de secularización, en el que solo aquello que tiene la fuerza de ser fascinante y de envolver los sentidos puede convencer, de tal manera que hemos ido perdiendo poco a poco la capacidad de escuchar a Dios, hemos ido cerrando el oído y difícilmente percibimos el paso del Señor en nuestra vida.

Pero esto no es nuevo, de tal manera que los mismos contemporáneos de Jesús necesitaban signos que les dieran alguna seguridad respecto a la persona de Cristo. Si bien es cierto que Juan el Bautista conocía a Jesús, su misión era presentarlo, y no es que Juan actuara con incredulidad, sino tenía que despertar en sus seguidores y en el pueblo, en general, la “curiosidad” que los llevara a descubrir en Cristo al Mesías esperado. 

Y esto es normal, pues un pueblo que por muchas razones se siente decepcionado, lo que quiere son signos claros y seguros. Es por esto que manda a sus discípulos a que ellos preguntaran a Jesús: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? (Mt. 11,3)”. La respuesta que reciben los seguidores del Bautista no era tanto para él, en realidad era para los mismos que fueron a preguntar y para todos aquellos que quisieran escuchar. 

Por eso Jesús les responde: “Vayan a contar a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de la lepra, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio (Mt. 11,4-5)”. 

Jesús les da signos, él sabe que por la situación de desaliento que hay entre la gente, las palabras no bastan, tiene que dar signos y por eso les dice: “Vayan y digan lo que ustedes mismos están viendo y oyendo (cfr. Mt. 11,4)”, pues Cristo quiere suscitar en sus oyentes la fe, que después, a través de la predicación, irá creciendo y fortaleciéndose hasta hacer a los discípulos capaces de seguir en todo el ejemplo del Maestro, hasta el grado del testimonio supremo en el martirio.

Las últimas palabras que con las que responde Jesús son verdaderamente impactantes, les dice: “Dichoso aquel que no se sienta defraudado por mí (Mt. 11,6)”. Esta es la repuesta principal a las preguntas que nos hemos planteado anteriormente. Es decir, quien no se siente defraudado por el Señor, quien se mantiene firme y perseverante en la fe, no sólo celebra con alegría estas fiestas que conmemoran el nacimiento de nuestro Salvador, en realidad todo el tiempo vive con alegría, pues tiene la certeza de que Cristo viene cada día a nuestro encuentro, con la misma fuerza salvadora de ayer, hoy y siempre.