Recuerdo una conversación que sostuve con una persona cultivada, instruida, y muy sabia y prudente. Un hombre de unos 70 años de edad. Soltero. Tuvo oportunidad de disfrutar los frutos de su trabajo y se dedicaba a viajar. Me contó que, como buen católico, fue al centro de la Iglesia Católica, Roma, la Ciudad Eterna. Estuvo en el Vaticano.

No podía faltar la visita a la Basílica de San Pedro. Imponente y majestuosa. Y justo cuando estaba él ahí, sucedió que daba inicio la celebraban de las exequias de un Señor Cardenal. No me refirió de quien se trataba. Pero sí el impacto que esto produjo en su  alma. Me comentó que en ese momento se puso a pensar en lo que habría sido en vida aquel alto prelado.

Ceremonias, reverencias, atenciones, prestigio, parafernalia… y ahora ¿qué quedaba? Un cadáver, dentro de una caja muy austera, colocada ahí, a ras de tierra. Y concluyó diciéndome “Sic transit gloria mundi” (así pasa la gloria del mundo). Todo se acaba. Todo es pasajero.

Coincidiendo con el final del año litúrgico, las lecturas de este domingo trigésimo tercero del tiempo ordinario, nos hablan del fin del mundo. Tienen un lenguaje que, técnicamente, se denomina apocalíptico. El género apocalíptico presenta algunas dificultades de interpretación. Está cargado de simbolismos. Y hasta es quizá un poco oscuro y difícil de entender. A pesar de esto, Jesús, en el Evangelio de hoy, nos da algunas enseñanzas que son muy claras para todos.

  1. El mundo tendrá un final.

Esta es la primera enseñanza del Maestro. Y con su discurso provoca que los apóstoles, fijándose en las grandes construcciones promovidas por la mano de Herodes el Grande, descubran en esos edificios magníficos, especialmente el Templo de Jerusalén, una gran obra de la capacidad humana.

Obras fuertes, bien cimentadas. Indestructibles. De suyo para los contemporáneos de Jesús aquellas construcciones aparecían firmes y sólidas.

Pero Jesús les da un aviso: “no quedará piedra sobre piedra, todo será destruido”. Nada de lo que el ingenio humano es capaz de proyectar está hecho para durar para siempre.

Cuando los sabios y muy competentes  ingenieros náuticos diseñaron ese gran trasatlántico, el Titanic, pensaron que aquel barco, el mayor hasta entonces, duraría muchos años. Sin embargo, en su primer travesía, que ni siquiera completó, un iceberg lo hizo resquebrajarse y hundirse. Y pensar que el lema del barco era “Ni Dios lo hunde”.

El mundo pasa y no podemos instalarnos en él, porque en palabras de Pablo, somos “ciudadanos del cielo”.

  1. Los falsos profetas.

Jesús también nos alerta sobre los falsos profetas. Nos dice: “muchos vendrán usurpando mi nombre, y dirán yo soy el Mesías. El fin está cerca. Pero no les hagan caso”. Muchos han sido en la historia los que han predicho su final y se han equivocado. Son los falsos milenarismos. Frente a lo extraordinario, hay que confiar en la enseñanza habitual de la Iglesia. Hay que huir de lo extravagante, y de las doctrinas novedosas, que seducen con su apariencia pero no contienen más que engaños. Muchas sectas actuales se aprovechan de esa oscuridad malsana para ganar adeptos. Jesús nos previene. Dios conduce la historia, y nos hemos de fiar de Él. “Ni un cabello de su cabeza perecerá”.

En ese mismo sentido, san Pablo corrige a algunos tesalonicenses que, entusiasmados pensando en un final inminente, han dejado de trabajar. La auténtica preparación consiste en mantenerse fiel a lo que debe hacerse.  

Se cuenta de san Carlos Borromeo que estaba jugando una partida de ajedrez. Junto a él, un grupo de religiosos y seglares discutían respecto a lo que cada uno de ellos haría si de pronto les notificasen que el mundo se acabaría en el espacio de una hora. San Carlos se dirigió a ellos y dijo: – Yo seguiría jugando mi partida de ajedrez.

Si en algún momento nos diera miedo que Dios nos encontrara donde estamos, sería porque estamos en mal sitio, fuera de lugar. Debo tratar de hacer en cada momento lo que creo que el Señor espera de mí en ese momento. Entonces, en lugar de querer cambiar de sitio, me alegrará que me encuentre donde me espera.

Es la misma enseñanza de san Ignacio de Loyola: “hacerlo todo como si hoy tuviera que comparecer ante el Juez Eterno”. No hay que hacer nada extraordinario, sino perseverar en el bien.

  1. Vendrá la persecución.

Es la tercera advertencia de nuestro Señor Seremos perseguidos. Y nos advierte que no hay que preparar la defensa. ¿Por qué? Seguramente porque si intentáramos prevenirnos, acabaríamos actuando de modo demasiado humano y olvidaríamos que nuestro destino está en la eternidad. Es Dios quien conduce la historia. “Yo les daré palabras sabias a las que no podrá hacer frente ni contradecir ninguno de sus adversarios”.

Al final del Evangelio de hoy se nos dice: “si se mantienen firmes, conseguirán la vida”.

Algunos santos como Tomás de Aquino, dicen que hay que pedir mucho este don, que consiste en conservar la fe y la esperanza hasta el último suspiro. Esto nos recuerda la importancia no sólo de pedir al Señor que nos conserve la vida de la gracia, sino también de acompañar a los moribundos en los momentos finales de su vida.

Prácticas como “la recomendación del alma”, o libros que ayudan a preparar la “buena muerte” han caído en desuso. Sería bueno recuperarlos. Y, sobre todo, no dejar de confortar y de rezar junto a los que se encuentran a punto de abandonar este mundo.

Sea alabado Jesucristo.

Pbro. José Ramón Reina de Martino