También asistió otro hijo de McPhail. No así la madre del policía, pese a que anunció que lo haría. Anneliese McPhail deseaba la muerte de Davis. Había esperado mucho, manifestaba esta semana, y solo así podría vivir feliz y tranquila. Asegura que las últimas palabras del ejecutado no le pesarán: “Soy inocente. Yo no lo hice. No tenía la pistola. Siento mucho su pérdida”.
Troy Davis fue condenado a muerte por el asesinato de un policía en 1989 y 22 años después ejecutado con una inyección letal. De nada sirvieron los intentos de última hora de su defensa, las dudas sobre su culpabilidad y las numerosas peticiones de clemencia.
Un reportero de AP relata que es la ejecución más inusual que ha cubierto. Fue alrededor de las 22.30 cuando un guardia se les acercó y dijo: ¿Listos?
Fueron conducidos a una camioneta blanca, pasaron por varios controles de seguridad y los llevaron a un edificio situado en un extremo de la prisión. A la cámara de la muerte.
Cuando ingresaron en el recinto, los oficiales ya habían atado a Davis a la camilla. Una ventana de cristal con una cortina separaba a Davis de los testigos, unas veinte personas repartidas en tres filas de asientos. El condenado a muerte no había tomado su última cena ni tomar el calmante para no sufrir tanto en sus últimos minutos de vida.
En el momento de pronunciar sus últimas palabras miró a los ojos a los hijos del policía McPhail. Uno de ellos no le aguantó su mirada, cosa que sí hizo su hermano, que se echó hacia delante en su asiento. Después de proclamar su inocencia pidió a sus familiares a seguir buscando pruebas que demostraran su no culpabilidad.
En Georgia, Davis parpadeó rápidamente en sus últimos segundos de vida. Apretó los ojos y la cortina se cerró.