En la actualidad – como nos lo advierte el papa Francisco en la Exhortación Apostólica EvangeliiGaudium– la humanidad se enfrenta a un grave peligro que, específicamente, es el individualismo egoísta, al cual él describe en el número 2 de este texto, afirmando: El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada.
Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.
Este individualismo hace que vivamos tan cerradamente que incluso, en la actualidad el contacto con Dios se busca que sea de una forma despersonalizada, es decir, se le busca que sea a nivel cósmico o energético y se buscan formas egoístas de falsa espiritualidad como el yoga, el feng shui y otras técnicas orientales de meditación que no hacen otra cosa más que encerrar a la persona en una falsa idea de autosuficiencia y que la conforma a fundirse con el universo, siendo esto un recurso manipulador que no convierte en lo esencial la vida de las personas haciéndola más comunitaria.
Por esta razón es que el Documento Conciliar que estamos considerando, nos muestra cómo Dios quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente ni aislados, sin conexión entre ellos, sino hacer de la humanidad un pueblo que le conociera de verdad y le sirviera con santidad de vida.
Por eso es que – desde Abraham – la intención de Dios ha sido formar un pueblo tan grande como las estrellas y las arenas de la playa, al que le fuera revelando su persona y su plan salvífico para que, todos y cada uno de los llamados, se convirtieran en colaboradores suyos y de su obrar redentor.
La alianza que hizo con el Pueblo de Israel, quedó plenificada con la venida de Cristo, el cual instituyó la Alianza nueva y eterna, es decir, el Nuevo Testamento convocando a judíos y paganos que unidos por un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo y un solo Dios y Padre de todos, bajo la acción del Espíritu Santo, se convirtieran en el Nuevo Pueblo de Dios, en el Pueblo de aquellos que han aceptado a Jescuristo, Muerto y Resucitado como el Mesías anunciado por los profetas, el Señor de la Historia y el Rey del universo.
Este nuevo Pueblo tiene como dignidad e identidad el ser hijo de Dios, su única Ley es el mandamiento del Amor, su estado es la libertad de los salvados y su meta es el Reino de Dios, del cual, ellos mismos son colaboradores.
Si bien vemos que falta todavía mucho para poder llevar a término esta obra de Dios a favor de la humanidad, sin embargo, la Iglesia seguirá su misión dando testimonio humilde de ser el Pueblo de Dios que actúa en nuestro mundo, a pesar de sus debilidades y problemas.