"Los mexicanos tenemos cerebro, corazón y huevos. Lo que nos falta es conectar los tres”, dice Jaime Rodríguez , alias El Bronco, el popular alcalde de García, municipio de 250.000 habitantes situado a unos 45 kilómetros al este de Monterrey y uno de los nueve que forman la gran mancha urbana de la capital industrial del norte de México. El Bronco hace honor a su nombre. Cuenta que cuando fue elegido hace tres años se encontró con una ciudad “asustada, secuestrada, comprada” por el crimen organizado, en concreto por el cartel de Los Zetas, y que ahora los delitos relacionados con el narcotráfico que antes representaban el 14% del total del Estado de Nuevo León han descendido a cero. Para ello despidió en un solo día a los 250 policías del municipio y creó el Grupo Especial, 76 jóvenes con experiencia militar que peinan 24 horas al día las calles a bordo de camionetas blancas sin identificación.
El alcalde participa a menudo en los operativos y ha sufrido dos atentados. El último en marzo del año pasado. Unos 40 hombres armados atacaron el convoy en el que viajaba. Su camioneta recibió 600 disparos y en el lugar se recogieron más de 3.000 casquillos. “Hay muertos que viven siempre”, dice este hombre grande, carismático, de 54 años, del Partido Revolucionario Institucional (PRI) que parece no conocer el miedo. Su número de móvil lo tiene todo vecino que lo quiera y así recibe avisos como el que le advierte mientras habla con EL PAÍS de que “este domingo van a intentar matarte en tu rancho”. El Bronco le quita importancia, ya tiene “ubicado” al asesino, y se muestra orgulloso de la colaboración de los ciudadanos: “Si eres chingón la sociedad te va a querer aunque tus hijos no te lleven flores al cementerio”.
Jaime Rodríguez encarna la determinación de los norteños que no están dispuestos a perder la guerra contra el narco que ya se ha cobrado más de 60.000 vidas. Nuevo León, junto con el vecino Tamaulipas, se ha convertido en uno de los Estados más peligrosos del país. Solo en lo que va de año se cuentan 800 muertos. Su tragedia ha tenido cobertura internacional: las 52 víctimas en el incendio criminal del Casino Royale de Monterrey en agosto de 2011; los 44 presos asesinados en el penal de Apodaca, en las afueras de la ciudad, el pasado febrero; los 49 cadáveres, decapitados y sin brazos ni piernas, aparecidos en Cadereyta, a unos 80 kilómetros al noreste hace apenas un mes…
Nunca había sido así. Monterrey, una ciudad de poco más de un millón de personas, muy extendida, cercada por los impresionantes picos de la Sierra Madre Oriental y donde el sol cae de plano en estas fechas, está orgullosa de su espíritu pionero y emprendedor, que la convirtió en el motor económico del país —supone el 8% del PIB nacional— y sede del prestigioso Instituto Tecnológico del que ha salido buena parte de las élites mexicanas. “Si se pierde Nuevo León, se pierde México”, afirma Camilo Ramírez, secretario del Ayuntamiento y miembro del Partido Acción Nacional (PAN).
La violencia estalló en 2007, procedente de Tamaulipas, al noreste, en la frontera con Tejas, donde el cartel del Golfo controlaba el tráfico de drogas a EE UU, y se recrudeció en 2010 con la aparición de Los Zetas —hoy dominantes en la zona— y la llegada de sus enemigos del cartel de Sinaloa, de Joaquín, el Chapo, Guzmán. “Los narcos vienen a esconderse aquí, a hacer negocios y lavar dinero. Nos pillaron desprevenidos”, dice Ramírez. Con los criminales llegaron los asesinatos, los secuestros, la extorsión, el robo de coches, la corrupción, el cierre de negocios, la huida de algunos empresarios a EE UU y la reducción de la libertad de los ciudadanos. “Ahora te lo piensas dos veces cuando vas a un restaurante. La vida social ha disminuido más del 60%. Nos están convirtiendo en lo que nunca fuimos: una sociedad acobardada”, añade.
El Café Iguana, uno de los iconos de la movida regiomontana, está cerrado desde hace un año. Situado en el Barrio Antiguo, su fachada presenta más de 25 impactos de bala de fusil AK-47. Casi todos los bares de copas de los alrededores están también cerrados. Son las diez de la noche y las calles están desiertas pero aún se puede sentir el eco de las voces y la música de lo que una vez fue un lugar de encuentro cultural y de ocio de los jóvenes de la ciudad. Así fue hasta que una noche de mayo de 2011 un grupo de pistoleros ametralló el bar. Murieron cuatro personas, cuyos cadáveres desaparecieron esa misma noche. Los heridos no denunciaron, los testigos no fueron interrogados ni hubo investigación.
La vida nocturna se ha trasladado al municipio de San Pedro Garza, el de mayor renta per cápita de México, y uno de los más seguros del país gracias a la gestión de su alcalde, el veterano político del PAN Mauricio Fernández. Su fórmula ha sido cobrar impuestos e invertir en infraestructuras, educación y seguridad. Limpió la policía, le subió el sueldo, multiplicó las patrullas por cuatro y acabó con los secuestros y el robo de coches en esta ciudad de 120.000 habitantes. Pese a sus éxitos, el alcalde es pesimista sobre el futuro de México. “El país carece de rumbo. Falta un acuerdo nacional para hacer las reformas que nos hagan avanzar. La situación de violencia se va a complicar si no se replantea la lucha y se aborda desde la legalización de las drogas hasta el lavado de dinero”. No es mucho mejor su opinión sobre los actuales candidatos a la presidencia: “Representan más de lo mismo, tres opciones populistas. Ninguno de ellos dice de dónde va a sacar el dinero para sus promesas ni se acuerdan de los municipios, que son los grandes olvidados”.
Edgar Olaiz, del PRI, que fue alcalde durante ocho meses de Monterrey, amenazado de muerte por Los Zetas y que tuvo que aprender a disparar por razones de seguridad, coincide. “Estamos hasta la madre, hartos, apanicados y molestos por la violencia y la ignorancia del norte por parte de los candidatos”.
El horror del incendio del Casino Royale, en pleno centro de Monterrey, cambió la ciudad. Miguel Ángel Hernández López, trabajador del servicio forense del Estado desde hace cinco años, lo vivió de cerca. Su misión es recoger los cadáveres cuando la escena del crimen ha sido asegurada. Aunque fue peor lo que vio en el penal de Apodaca: “Había reos con palos enterrados en la boca, otros cortados con cds y otros con el cuerpo agujereado por picahielos”, o en Cadereyta: “Los cadáveres estaban en bolsas negras de basura y habían sido desmembrados con sierras mecánicas. Llevaban muertos entre dos días y una semana. Algunos tenían ya gusanos”. A Hernández no deja de sorprenderle la saña de los crímenes: “He visto en la tele imágenes de Auschwitz, pero aquí las ves en la calle”.