Acompañado por varios de sus futuros ministros si gana las elecciones, entre ellos Marcelo Ebrard, el jefe de Gobierno del DF, que ocuparía la secretaría de Gobernación, López Obrador repitió con parsimonia ante sus fieles lo ya dicho durante la campaña: que “el pueblo es el motor del cambio”, que “México alcanzará la soberanía alimentaria porque consumirá lo que produzca”, que resucitará la industria petroquímica y bajará el precio de los combustibles, que “no habrá monopolios ni expropiaciones” y que formará un “Gobierno austero”. Sus seguidores también fueron austeros, al menos emotivamente, al escucharle en silencio, sin corear consignas. Solo le interrumpieron con aplausos cuando se refirió a los jóvenes —protagonistas de esta campaña— y denunció el “cerco informativo” que, según él, ha sufrido su candidatura.

Oyéndole hoy cuesta creer que sus adversarios políticos lo comparasen con Hugo Chávez en las presidenciales de hace seis años. Tampoco es Lula. Cuando en marzo EL PAÍS le entrevistó y le preguntó por sus referencias políticas internacionales, López Obrador dijo que ninguna y se limitó a citar a héroes liberales y revolucionarios de la historia mexicana. Ni puede definírsele como socialista sino más bien como un líder populista y nacionalista, conservador en lo moral y con un discurso que suena en ocasiones anticuado.

La derrota de 2006 por tan solo el 0,56% de los votos frente a Felipe Calderón, que él nunca aceptó por considerar que hubo fraude, le llevó a proclamarse el presidente legítimo. El recuerdo de la inestabilidad de aquellos meses y de los bochornosos incidentes que provocaron sus congresistas durante la toma de posesión de Calderón pesó como una losa en la opinión pública cuando se anunció el pasado noviembre que repetía candidatura. Sus opciones parecían entonces nulas. Sin embargo, a tres días del voto está en segundo lugar, según las encuestas, a unos 10 puntos de distancia del candidato del Partido Revolucionario Internacional (PRI), Enrique Peña Nieto, y a juicio de muchos de sus partidarios con posibilidades aún de victoria.

“Ha hecho una campaña magnífica. En 90 días ha dado la vuelta a todas las opiniones de rechazo que suscitaba”, comenta Manuel Camacho Solís, dirigente del PRD. AMLO se vio favorecido por la irrupción en mayo de la protesta estudiantil Yo Soy 132. El movimiento juvenil le hizo desbancar a la candidata del Partido Acción Nacional (PAN), Josefina Vázquez Mota, para luego estancarse en los sondeos, según sus críticos, por resucitar las sospechas de fraude electoral y crear dudas sobre si aceptará una nueva derrota.

“Han sido muchos los que han tratado de desacreditarle y se olvida que la diferencia de dinero entre nosotros y el PRI es escalofriante. Espero que acepte los resultados salvo que las irregularidades sean muy generalizadas”, dice Camacho Solís, que confía en que una mayor participación —podría llegar al 64% frente al 58% de 2006— y los votos de los aún indecisos —más del 15%— beneficien a su partido. “Incluso quedando en segundo lugar, la izquierda se convertirá en la oposición principal, en la verdadera alternativa de poder”, añade.

Construir esa alternativa no será fácil. La izquierda mexicana es una constelación de fuerzas diversas. AMLO se presenta bajo el cartel de Movimiento Progresista que aglutina al PRD, el Partido del Trabajo y el Movimiento Ciudadano y reúne tendencias que van desde la socialdemocracia cosmopolita de Ebrard a las llamadas tribus de la izquierda radical.

López Obrador asegura que “serenará al país”. Krauze lo duda: “Se siente el salvador de México. Ha dicho que si no resulta triunfador habrán ganado los masoquistas. Con esa actitud, aunque haya cambiado el tono del pasado, es muy difícil que se avenga a los resultados. Seguirá buscando la protesta social, ayudado por las redes sociales. Cuando le describí como mesías no hice una caricatura, era una descripción. Vienen tiempos turbulentos”.