En el momento en que los helicópteros arribaron a la nueva universidad tecnológica, los habitantes de la colonia proletaria de Tres Cerritos salieron corriendo a curiosear qué sucedía.
Con la emoción de lo inédito, buscaban en el rostro desconocido de Emilio Chuayfet Chemor al presidente Peña Nieto.
La inauguración de la universidad politécnica —únicamente el edificio docente y un par de canchas— fue el escenario perfecto para contrastar la pobreza y marginación en que viven los habitantes del sur de la ciudad, con la desproporción de los funcionarios gubernamentales.
Algo así como los pocos que viajan en helicóptero y no se enlodan, y los que toman la ruta 54 con seis pesitos.
Los vecinos salían de los pies de casa a ver si podían entrar a las instalaciones relucientes —por nuevas— de la Politécnica buscando al alcalde Rivera Pérez para pedirle agua y luz en las colonias de la zona; otros rumoraban que habían alcanzado a mirar “al Moreno Valle”.
Los más actualizados vecinos añoraban encontrarse con Tony Gali, pero ni Rivera ni Gali andaban por Tres Cerritos, una zona de la ciudad que en elecciones los operadores ordeñan para saciar su sed de votos de la pobreza.
Los niños arremolinados en las cercas de la universidad, aquella a la que probablemente nunca accedan, en un cumplimiento fatídico del “hado de la desigualdad” (Chuayfett leyó las estadísticas sobre el embudo educativo de la deserción), recibieron un escarmiento metafórico de las estadísticas educativas, que desglosaron los funcionarios en sus discursos.
“Platón dijo hace 2 mil 400 años que el Estado es la más importante institución educativa, el Estado educa de muchas maneras”, sentenció Chuayfett en su discurso.
Pero Tres Cerritos es como la anti-utopía de la República platónica: con calles con hoyos, alumbrado deficiente y un difícil acceso a la zona que contrasta con la facilidades para entrar y salir de La Vista, separada apenas por el río Atoyac, que en verano hiede insoportablemente.
La inversión de 36 millones 734 mil pesos de la universidad también contrastaba con las calles con hoyos que, apresuradamente, una brigada de obras públicas municipal bacheaba, que desde la 11 Sur se toman en la ruta laberíntica hacia la universidad.
Los trajeados y los uniformados regañaban a los niños de rostros simples y zapatos rotos con pantalones de mezclilla desgastados y sucios, que no podían acercarse; mientras, los niños confundían los helicópteros con aviones y comparaban la grandeza de los monstruos que sólo ven en las películas. “¡Está bien chingón! ¡Está más chingón el avión negro!”, decía un niño de aproximadamente 10 años, comparando el Agusta —propiedad del gobierno estatal— con el helicóptero del secretario de Educación federal, Emilio Chuayfett, una aeronave más modesta y ruidosa al despegar.
Mientras la inauguración de la Politécnica se desarrollaba con bombo y platillo; afuera, los curiosos intentaban sacarle fotos a los helicópteros con sus celulares, pero los escoltas y los encargados de la seguridad del secretario les impedían sacar la foto del recuerdo.
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El helicóptero Agusta, el “Ferrari de los helicópteros”, se elevó en la colonia Tres Cerritos. Apenas bajó del templete, el gobernador Rafael Moreno Valle escoltó al secretario de Educación, Emilio Chuayfett Chemor, a su camioneta y, cuando abordó la aeronave, le regaló a nombre de todos los poblanos un platón de talavera. El vehículo transitó unos 200 metros, distancia que los funcionarios no caminaron. Moreno Valle y Chuayfett permanecieron en el vehículo conversando entre 10 y 15 minutos.
Una cerca de malla rodeaba los dos helicópteros: el del secretario de Educación Pública, un modelo menos vistoso y que hizo más ruido al elevarse por el aire, minutos antes de que surcara el aire el silencioso Agusta.
A los albañiles les pidieron mantenerse al margen del templete y aguardaban a que terminara el evento: “Nos pidieron que nos quedáramos acá afuera”.
El acceso principal a la universidad estaba en terracería, cubierto por algunas piedras. El lodo se pegaba a las suelas de los zapatos.
La cubierta de pasto había sido colocada apenas unas horas antes y en los jardines aledaños de la universidad había algunos montículos cercados, pero carecían de una ficha explicativa.
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Los funcionarios Emilio Chuayfett Chemor y Rafael Moreno Valle miraban de frente los prados verdes del exclusivo y burgués fraccionamiento La Vista Country Club. Desde el templete podía contemplarse el auditorio y las casas de La Vista, sin que su vista fuera molestada por las casas de dos habitaciones de Tres Cerritos.
El río Atoyac divide el fraccionamiento burgués de la zona proletaria donde la gente vive en casas que lo mismo son estéticas que tienditas de abarrotes o internets.
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En uno de los salones de la nueva universidad había canapés, camionetas de lujo y el séquito de los funcionarios. Afuera, una camioneta ofrecía jitomate, a cinco pesos el kilo. Adentro, un par de meseros repartía postres de chocolate; afuera, olía la olla de los frijoles con el clásico ruidito de la olla exprés. Adentro, los directores disfrutaban de los canapés dispuestos para ellos; afuera, un niño tuvo que esperar a que su abuela le comparara un tamal de dulce y los estudiantes “acarreados” de los tecnológicos se quejaban porque ni una torta les dieron.
Ni el gobernador ni el secretario de Educación Pública entraron por la entrada principal. Ni se enlodaron ni se molestaron en saber cuánto tiempo se tarda un ciudadano común y corriente en llegar a la Universidad Politécnica.
Solamente subieron a sus helicópteros y se olvidaron la hora y 10 minutos que se hace del centro de la ciudad en una combi de la ruta 54 para llegar a la Universidad Politécnica.
Pero ni para los albañiles que construyeron la universidad ni para las señoras de limpieza ni para los habitantes de Tres Cerritos hubo acceso ni a la inauguración ni a los canapés.