Aunque no lo crea, México se unió.
Y se unió para rezar por el alma de un criminal mexicano.
Desde las primeras horas de este jueves, miles de creyentes en el país y migrantes en Estados Unidos, pedían un milagro para salvar la vida de Humberto Leal García, sentenciado a muerte por el gobierno de Texas.
Sin importar los motivos, creyeron que la fe movería montañas y lograría que la Suprema Corte de Justicia interviniera para evitar lo que las leyes decidieron, quitarle la vida a un hombre de 38 años de edad, quien en 1994 violó y asesinó a una menor de edad.
Como si fuera un capítulo de La Rosa de Guadalupe, en dónde aparecería una flor blanca en la imagen de la Virgen y el gobernador de Texas le diera el airecito en el rostro y contradijera su propia Ley.
Desde que tengo uso de razón, la pena de muerte es un castigo capital que reciben los más peligrosos criminales en los Estados Unidos. Crecer en una ciudad fronteriza tuvo muchas ventajas. El ingreso a los Estados Unidos era prácticamente automático, por lo que el acceso a los servicios de educación, salud y empleo fue parte de nuestro sistema de vida.
A principios de los años 80, el gobierno de Texas reactivó la pena de muerte. Desde entonces ambos países han sostenido una lucha interminable en dónde ni ellos ceden a recomendaciones, ni las autoridades mexicanas se han puesto los pantalones para exigir respeto a los acuerdos internacionales.
Ver los espacios de noticias la mañana de este jueves, en las que decenas de reportajes fueron transmitidos en distintos canales mostrando a una masa de personas de diferentes clases sociales, estados, ciudades y culturas, rogando por el milagro, o en el peor de los casos —como sucedió— por el “alma de este pobre hombre que fue asesinado por el gobierno texano, quitándole el derecho a enderezar su vida”, me hizo recapacitar sobre la ignorancia en la que desafortunadamente vivimos.
Según el juicio, Humberto Leal García violó y asesinó a una menor de edad en 1994. El ahora occiso tenía en aquel entonces 21, mayoría de edad para las leyes norteamericanas. Pese a que intentó demostrar su inocencia, alegando que encontró a la víctima alcoholizada, drogada y ya abusada sexualmente, no logró reunir las pruebas suficientes que lo exoneraran por lo que la Corte lo declaró culpable, llevándolo a la pena de muerte.
Claro, no sin antes cumplir su última voluntad que consistió en cenar seis piezas de pollo frito con pico de gallo, tres tacos de carne asada, otros tres de guisado, un plato con legumbres y dos coca colas.
El caso de Leal García es sólo uno de los 49 procesos con el mismo destino que viven mexicanos en Estados Unidos. Merecer o no la muerte, sin entrar en dogmas de fe, no es cuestión de maldad o bondad. Esta historia solo forma parte de la aplicación de una ley, que hasta el momento demuestra ser implacable.
La falta de recursos, capacitación e interés por parte de las autoridades mexicanas para impedir que se sigan cometiendo violaciones a los derechos humanos debe ser cuestionada al gobierno mexicano, y no a un gobierno extranjero que sólo cumplió con lo que establecen sus leyes. Ni el presidente Barack Obama ni la Organización de las Naciones Unidas, ni la suma de países como Brasil, Honduras, El Salvador y Suiza pudieron evitarlo.
¿Qué va a pasar con el resto de los mexicanos sentenciados a muerte? Quién sabe, lo que sí es certeza es que los mexicanos veremos su historia en la televisión.