A pocos meses de haber entrado en funciones, la administración de Rafael Moreno Valle ha implementado una serie de políticas que, sumadas todas, arrojan transformaciones inocultables para Puebla y los poblanos. Sin embargo, y pese a la diversidad de cada uno de los programas implementados, existe un rasgo que comparten cada uno de ellos: el manejo de la imagen, la piedra filosofal del gobierno en curso, destinada a hacer del espacio público un sujeto con aspiraciones mucho más cercanas a la lógica del mercado que al esquema de intereses del ciudadano.
Desde el primer día en que el Partido Acción Nacional y sus alianzas ocuparon la oficina central de Casa Puebla, un deseo se apoderó del gobernador y su cuerpo burocrático más cercano: transformar el estado hasta hacerlo irreconocible. Desde entonces impera un aire casi civilizatorio en los discursos y programas de gobierno que difunden esta nueva cepa de funcionarios, foráneos en su inmensa mayoría, que ve con horror la barbarie acontecida tras más de medio siglo de gobiernos priistas.
Ante este pragmatismo modernizador, los ciudadanos cautivos e impotentes ante el rumbo de nuestras propias contribuciones observamos con agrado —o tal vez con remordimiento— las consecuencias reales de nuestro sufragio; mientras que las máquinas, en una curiosa regresión a la década de los años 40, han empezado a escarbar la tierra y cimentar columnas en nombre del progreso de una nueva era.
En este marco, prospectivo e incierto, ocurre la construcción del distribuidor vial Ignacio Zaragoza, una obra con un costo inicial de 486.5 millones de pesos que marcará el primer paso en la construcción de un corredor turístico que llegará hasta Valsequillo y Africam Safari. Además de reforestar las 70 hectáreas que conforman la zona de Los Fuertes y, desde luego, construir un monumento conmemorativo al 150 aniversario de la gesta heroica del 5 de mayo. En una segunda etapa, los trabajos de infraestructura están diseñados para darle alcance a San Francisco, el corazón de la fundación de la capital del estado.
No obstante, la violación a la normatividad vigente ocurrió desde el principio de los trabajos en cuestión; para decirlo sin tapujos, las obras comenzaron sin contar con los permisos necesarios del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).
Poco a poco el INAH, de manera bastante turbia e irregular, ha cedido ante los encantos de la obra que según urbanistas e investigadores de muchas instituciones académicas —entre ellas del instituto en cuestión— pondría en riesgo el subsidio otorgado por la UNESCO al Centro Histórico de la ciudad de Puebla en su categoría de Patrimonio Cultural de la Humanidad, debido a que, de concluirse los trabajos, se afectaría de manera irremediable los 6.99 kilómetros cuadrados declarados Zona de Monumentos por el Periódico Oficial de la Federación (POF) el 18 de noviembre de 1987.
En el proyecto original, “una gasa de puente” bajaría justo sobre la zona de San José; una verdadera atrocidad, un armatoste del siglo XXI coexistiendo en el espacio urbano del siglo XVIII, impensable.
Al parecer, y en virtud de la única recomendación emitida oficialmente por el INAH, en ese sitio se prevé un paso deprimido en vez de un punte elevado. De manera simbólica dos veces se ha clausurado la obra, mientras que los trabajos —en contracorriente con los proyectos de preservación del patrimonio cultural— se intensifican ignorando que las tendencias en el mundo están muy lejos de hacer puentes y viaductos en los centros históricos. En fin, para mala fortuna de Puebla la obra sigue y no hay quién la pare.