Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659), miembro del Consejo Real de Indias, obispo de Puebla y de Osma, virrey de pocos meses durante 1642 y beato desde el 5 de junio de 2011, tuvo la distinción de haber sido perfilado por el papa Benedicto XVI como “el santo de la Nueva España”.
Desde entonces una serie de homenajes y concelebraciones, laicas y confesionales, han honrado su memoria: desde el paseo y la exhibición de sus reliquias en la Basílica Catedral y alrededores, hasta la inclusión de su nombre y memoria en una sesión solemne llevada a cabo hace un par de días en el Congreso de Puebla.
Todo el hecho en sí mismo es historia: uno de los clérigos más influyentes del siglo XVIII hoy departe el muro y el honor de la victoria, al lado de figuras tan distantes política y doctrinariamente como Emiliano Zapata y Aquiles Serdán. El acontecimiento, no me cabe la menor duda, exhibe parte de la gran transformación por la que ha atravesado la ideología y el discurso legitimador del régimen.
Eduardo Rivera Pérez fue el encargado de develar el nombre del honorable personaje. Para la ocasión, el edil capitalino declaró “hoy colocamos el nombre, en este sitio emblemático, de quien encontró los cimientos de una gran ciudad y no dudó en construir una catedral majestuosa, sino todo un conjunto de bienes espirituales y materiales que forman parte integral del patrimonio de Puebla, que se valora en todo México y el mundo”. Paradójicamente ese mismo legado histórico, urbano y artístico, 400 años después está en riesgo.
Me refiero a la construcción del distribuidor vial Ignacio Zaragoza. Una obra con un costo inicial de 486.5 millones de pesos que marcará el primer paso en la edificación de un corredor turístico que llegará hasta Valsequillo y Africam Safari. Además de reforestar las 70 hectáreas que conforman la zona de Los Fuertes y construir un monumento conmemorativo al 150 aniversario de la gesta heroica del 5 de Mayo; en una segunda etapa, los trabajos de infraestructura están diseñados para darle alcance a San Francisco, el corazón de la fundación de esta ciudad capital.
No obstante, la violación a la normatividad vigente ocurrió desde el principio de los trabajos en cuestión. Para decirlo sin tapujos: las obras comenzaron sin contar con los permisos necesarios del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). Según urbanistas e investigadores de muchas instituciones académicas —entre ellos los del instituto en cuestión— los trabajos pondrían en riesgo el subsidio otorgado por la UNESCO al Centro Histórico de la ciudad de Puebla en su categoría de Patrimonio Cultural de la Humanidad debido a que, de concluirse los trabajos, se afectaría de manera irremediable los 6.99 kilómetros cuadrados declarados “Zona de Monumentos” por el Diario Oficial de la Federación (DOF) el 18 de noviembre de 1987.
En el proyecto original, “una gasa de puente” bajaría justo sobre la zona de San José; una verdadera atrocidad, un armatoste del siglo XXI coexistiendo en el espacio urbano del siglo XVIII, impensable. Al parecer, y en virtud de la única recomendación emitida oficialmente por el INAH, en ese sitio se prevé un paso deprimido en vez de un puente elevado. De manera simbólica dos veces se ha clausurado la obra; mientras que los trabajos, en contracorriente con los proyectos de preservación del patrimonio cultural, se intensifican ignorando que las tendencias en el mundo están muy lejos de hacer puentes y viaductos en los centros históricos.
En fin, para mala fortuna de Puebla, la obra sigue y no hay quien la pare, mientras las letras de Juan de Palafox y Mendoza hoy relucen en el recinto legislativo de la 5 Poniente. ¡Qué paradoja tristemente palafoxiana!