La figura mítica que ha construido en torno a su persona Andrés Manuel López Obrador (AMLO) está plagada de contradicciones sugerentes. En sí mismo, AMLO constituye un objeto de estudio; su sólo nombre tensa las discusiones de sobremesa e incluso es capaz de incitar reflexiones profundas en los viejos y trasnochados círculos académicos traumados por la caída del muro de Berlín y motivados por la nostalgia de un México perdido. “El Peje”, apelativo que ganó a creces por su carisma folclórico y su acento plagado de regionalismo, ha ganado un lugar propio en la apolillada vitrina de los populismos latinoamericanos. De eso no cabe la menor duda.
A propósito de su campaña presidencial, detrás del águila juarista —emblema de “un gobierno legítimo” que ni siquiera él mismo reconoce— López Obrador, en su segundo intento por pernoctar en Los Pinos, “se mueve para no salir en la foto”. Su objetivo es simple: combatir a “los perversos” desde el poder, para liberar a México de “la mafia” de sexenio tras sexenio de autoritarismo panista y priista. AMLO es capaz de comunicar toda una ideología plagada de falsa “insurgencia”; se trata de un verdadero discurso legitimador que llegó al país con un retraso de más de 30 años —la experiencia argentina de Juan Domingo Perón y chilena de Salvador Allende, lo confirman—.
Ahora bien, ¿cuál es la estrategia de López Obrador para volverse a ganar el favor de los sufragios? Hacer una retrospectiva y volver a los clásicos; su mirada está puesta en el pasado: democracia participativa, ostracismo internacional, estructuras de gobierno entre autoridades y ciudadanos, fusión selectiva entre Estado y mercado, “justicia social” —el lema del Revolucionario Institucional, por cierto—, sin olvidar el compromiso de su persona con el asistencialismo de aquellos que menos tienen.
Desde luego, se trata del pasado de un país que no es México, o que al menos nunca lo fue por completo. Aquí, a diferencia del resto de América Latina, jamás ocurrieron transformaciones de semejante calibre. Y ahí está la “vanguardia espuria” de López Obrador sintetizada en una frase simple, comprensible de un solo golpe para sus miles de letrados —y no tan letrados— votantes: “que el poder esté al servicio de la gente”. Para lograrlo se le ha ocurrido cambiar la Constitución siguiendo como base su propio “proyecto alternativo de nación”, transformar el diseño de poderes y muchas de las relaciones del tejido social por completo. No me extrañaría que el preámbulo de su imaginaria Magna Charta comience con la frase que sigue: “nosotros la gente”.
Nos encontramos frente a una genuina pieza de museo que recientemente se ha enterado, probablemente por su cuenta de Twitter, que los tiempos han cambiado y que está haciendo campaña —desde hace más de 10 años— en el México del siglo XXI. Se ha dicho una y mil veces en este mismo espacio: AMLO está en riesgo de correr con la misma suerte de Cuauhtémoc Cárdenas; contender sin competir, rebajando a la izquierda al bochornoso sitio de la tercera fuerza nacional.
Para impedir tal efecto, Marcelo Ebrard se perfila cada día con mayor fuerza decisiva como “el candidato de la izquierda inteligente”, siendo el único que le puede proporcionar cohesión y forma al Partido de la Revolución Democrática después de 22 años de prejuicios y pensamiento único; en tanto que Andrés Manuel López Obrador, desencajado por completo del espectro fraccionario, se presenta cada día más lejos de la contienda y más cerca de la mistificación.