La Revolución mexicana fue un largo puente entre dos siglos “mellizos”. El año de 1910 —entendido como el simbolismo de un proceso escrito en “latín” pero imposible de ser interpretado sin el uso de un buen “vernáculo”— representó una triple tensión sostenida entre las ideas de la Ilustración y el desarrollo industrial capitalista, reflejadas por las contradicciones que la reforma liberal exportaba a la reacción católica, finalmente agravadas por la ruptura del consenso en torno a una dictadura liberal progresista que permitió —tras el ejercicio costumbrista de la diplomacia del revólver— la construcción de un pacto corporativo estable cimentado en la década de los años 30.
El desarrollo intrínseco de cada una de estas distensiones ocurrió en medio de la confrontación flagrante entre formas pretorianas puestas, o mejor dicho, contra-puestas. Francisco I. Madero encabezó la primera de ellas con los ropajes de una reforma decimonónica desde San Luis Missouri; tras su fracaso emergió la restauración del “viejo régimen” fraguada por el general Victoriano Huerta y Henry Lane Wilson en el edificio de la Embajada estadunidense; sin embargo, una ruptura sui generis del pacto federal suscrita por Venustiano Carranza con el Plan de Guadalupe causaría el desplazamiento de la clase política auspiciada por el Porfiriato junto con la derrota final del Ejército central. En lo sucesivo el constitucionalismo, teniendo sus orígenes en un movimiento de “resistencia en armas”, fue contrabalanceado casi desde su nacimiento por fuerzas disidentes que tanto Emiliano Zapata como Francisco Villa volverían subalternas para siempre.
Para los tiempos de la Convención de Aguascalientes un lustro había transcurrido desde el llamado a la revolución, y una fracción permanecía como la coalición de intereses hegemónica de un conflicto que desde entonces era de naturaleza eminentemente parcelaria. En medio de un gran mosaico de movimientos contrarrevolucionarios sucedió lo impredecible: el primer jefe del Ejército constitucionalista encargado del Poder Ejecutivo convocó a una Asamblea Constituyente con el propósito de reformar la Carta Magna de 1857. Aquello que realmente ocurrió repercutió más allá de 1917: la fracción ganadora del conflicto revolucionario se escindió desde dentro, proyectando a la coalición de “los sonorenses”, desde el Teatro de la República y prácticamente sobre la “pila bautismal” de Tlaxcalantongo como el justo medio entre una tradición centrífuga y una vanguardia de tendencia centrípeta.
La sumatoria de todo descrito completa el pathos del conflicto revolucionario. Aquella enorme conglomeración de esferas de conflictos yuxtapuestos agrupados siempre en esquemas de distensiones bipolares, sucesivos y alternantes, que necesitaron de al menos tres décadas de estabilidad porfiriana para emerger y afirmar su incompatibilidad con el régimen político del cual eran un producto indiscutible. Esa fue nuestra Revolución: toda una Babilonia.