A una Gran Señorona en
el día de su cumpleaños
México DF


Mi muy querida y apreciable Señora:

¡Qué buen y hermoso día hemos pasado el domingo, celebrando su cumpleaños número LXVI! El festejo inició con el concierto de pasadobles ofrecido bajo el arco del monumental encierro en bronce, donde la gente se arremolinaba tendiendo los brazos para saludar de mano y desear suerte la los toreros que iban llegando: Julián López lo hizo primero, vestido de negro y oro con cabos blancos.
Seguido del capitalino José Mauricio, quien orgulloso ya puede presumir de contarse entre los consentidos de la afición de la que es paisano. Se vistió de vino Burdeos y oro, con remates y cabos blancos.
Luego Diego Silveti, cuya furgoneta conducía el tío Alejandro. El terno de luces era de un azul muy oscuro con bordados en oro y también cabos y remates albos.
Por último llegó el alicantino José Maria Dolls Samper, conocido por el nombre artístico de “Manzanares” que popularizó su padre, enfundado en lujoso terno muy gollezco en nazareno y oro con muy recamados bordados, cabos y remates blancos.
El grito, verdadero alarido, ese tremebundo ¡oleee! al iniciarse el paseíllo, estremeció a todos los que hemos estado en este y muchos aniversarios, desde el 50 y más “desdendenantes”, pues este escribidor bien recuerda que habiendo sido derrumbado el viejo y querido “Toreo de Puebla”, La México se convirtió en refugio y templo de nuestra afición casi religiosa, y una pasión en grado de locura mayor, por lo que es la “Fiesta de México”, tal como el domingo quedó aseverado en este aniversario.
Ese retumbante grito, verdadero alarido de: ¡Sí a la fiesta! y sobre todo ¡Sí a los niños en la fiesta! La presencia con mucho entusiasmo desbordado de tanto chaval en la plaza me hizo recordar mi primera vez frente a la puerta de hierro enrejada: un domingo de hace muchos años, cuando yo era un moquiento chaval y él entonces mayor Benjamín Alamillo Flores fungía como inspector en el callejón de la Monumental. El militar, quien era amigo de mi padre en esa puerta, sabedor de mi afición, me preguntó: “¿De que lugar quieres tus boletos?” Su chófer nos había llevado desde temprano de su casa en la avenida Medellín a la plaza, mientras mis padres se quedaron disfrutando de las copas de coñac y el humeante café, después de los postres. A la pregunta de qué localidades deseaba, recordando los palcos de contrabarrera de la Plaza de Puebla, respondí: “¡Pues, palcos!”
Y, ¡oh sorpresa! Cara de asombro que pusimos todos al asomarnos a los petriles de los palcos y ver esa enorme inmensidad cuya gran boca del gigantesco embudo se abría a nuestros píes con más de 40 filas de tendidos hacia abajo, en lo que había sido antes una cantera ladrillera, convertida en el sueño de la Ciudad de los Deportes de don Neguib Simón.
Y ahora, con todo respeto, permítame usted, Gran Señora, unas sentidas palabras que quiero dedicar a cada uno de los espadas actuantes del domingo pasado. Y al decir “sentidas” quiero empezar por quien en un fenómeno único, indiscutible, ha logrado arrancar y arrebatar a la afición que abarrotó los tendidos una ovación en la que las palmas aplaudían movidas por las fibras del corazón.
Fue para un Diego Silveti al que hemos visto, y aún mis dudas tengo de que haya sido cierto lo que le hemos visto: dar de inicio de faena una serie de pases estatuarios, a pies juntos, sin levantar ni separar las zapatillas de la arena del albero.
A algunos espadas temerarios les hemos visto dar dos y hasta tres de esos muletazos ayudados por alto. Hay quienes llegan a dar hasta cuatro. ¡A Diego le contamos seis! Y todavía dio un séptimo en el que tuvo que mover ligeramente las plantas de los pies, no más de dos cuartas, pues el toro —al repetir— acortaba el viaje y Diego tuvo que moverse por aquello de las leyes de la física que dicen que: “Dos cuerpos NO pueden ocupar el mismo lugar en el espacio al mismo tiempo”. Lo que vino después fue indescriptible. La faena terminó con un pinchazo, una estocada desprendida y tendida, seguidas de cuatro intentos de descabello y de las alturas se escucharon dos avisos.
Después de eso Diego fue sacado al tercio para escuchar una de las ovaciones más cálidas, estruendosas y sentidas de los últimos tiempos. “Igualito a su padre”, me contesté al recuperar el sentido, después de lo que habíamos presenciado.
A Julián López le hemos visto levantarse del albero después del achuchón que le dio su primero con la ropa de torear hecha jirones. El chaleco le fue retirado por las asistencias ¡sin quitarle la chaquetilla!, misma que en medio de un arrebato de coraje él mismo se quitó después, mientras en la taleguilla se le veía una ruptura de buen tamaño en la cara interna y distal del muslo, por la que se apreciaba un sanguinolento rasguño.
Así, el llamado “Juli” —que ha ganado todo el dinero que pudiera desearse por su matrimonio— ha ingresado a la élite de lo más encumbrados de Europa, acumulado fama y riqueza. Además, se ha pegado un arrimón con el que terminó cortándole las dos orejas a su primero y, para no dejar duda de su hegemonía torera, también mandó a su segundo al destazadero sin orejas.
En cuanto a José Maria Manzanares, considero sin exagerar que verle en la plaza y de luces es un verdadero privilegio. Torero con un porte magistral que tintinea de clase por los alamares y deja aroma y esencia de toreo fino donde se pare.
De José Mauricio ya lo dije arriba y lo reitero: bien puede él sentirse ya en el gusto de la gran plaza. A cuanto conocido y conocedor consulté, todos estamos de acuerdo: ¡José Mauricio es torero para la Plaza México! Sabemos que tiene con qué mantenerse en ese sitio y la administración que ahora lo mueve sabrá llevarlo por el sendero del triunfo.
Prueba de ello es que este domingo volverá a estar en la Gran Plaza en un cartel de postín con el rejoneador navarro Pablo Hermoso de Mendoza, y alternando a píe con un torero de los pies a la cabeza que es Fermín Spinola. Mismo cartel, que también es un privilegio se presente este viernes para el público poblano en la plaza instalada a un costado de la histórica pirámide en terrenos de San Pedro Cholula. ¡Ahiq´ir!