Supongo que a ustedes les pasa lo mismo, hay cosas que de tan bellas rasgan el corazón. Son momentos muy escasos en que la vida atajando de frente, sonríe y te planta un beso en la boca. Es que el sentimiento de lo sublime te toma por asalto. La grandeza y la sencillez mezcladas, gestan en nuestro interior emociones ambiguas que se dirimen entre la alegría y el dolor. Tal vez se deba a la conciencia cierta que se clava en el pecho al percatarnos de que cada momento es único y que lo visto jamás se volverá a repetir. En la vida, cada instante es inigualable por más que propiciemos la duplicación. No hay palabras, fotografía ni video para captar en su totalidad la vivencia. Por ello, lo sublime tiene un baño de nostalgia.
Como un anticipo a la belleza que testificaríamos un par de horas después, cuando la gente abandonó los pasillos que se asoman al apartadero y los toros fueron encerrados cada uno en su toril, las palomas bajaron a posarse en los barandales. El sol dejaba caer sus rayos tibios. Las aves sobre los tubos eran las notas en un pentagrama tubular y la partitura, un movimiento en adagio expresando la paz de corrales vacíos y los ecos de voces que dejaron atrás los hombres que hacía un rato dictaminaban sobre pintas, cornamentas, venturas y lidias.
Lunes. Quinto de la tarde. Ante nuestros ojos, el toreo de Morante se desgaja en intentos de derechazos que no alcanzan a cuajar. La faena esbozada en pases de tanteo era una mujer bella y cargada de enigmas que se dejaba acariciar envuelta en la promesa y el misterio. El torero andaluz con una dignidad y un señorío admirables sobaba al toro para trocar el áspero acometer en embestidas acompasadas. De pronto, en un cambio a la mano izquierda, apareció el primer natural y luego, otro y otro más hasta convertirse en manojos. El toreo de Morante de la Puebla de estética impecable y de alma estoica era un impulso por conjugar la vida con la muerte creando una obra de belleza sublime. Fueron naturales hondos y cargados de jubilosa nostalgia o de negra alegría, como ustedes quieran. Ante esa relación que genera la obra de arte y el que la contempla, la emoción sobrevino en un dolor atemperado, porque la belleza morantesca se estaba extendiendo mucho más allá de los límites formales de lo bello.
En el caleidoscopio que era la plaza giraban los oles conmovidos. En el foro iluminado de la tarde, José Antonio Morante de la Puebla deshojaba pases cada uno superior al que lo había precedido, todos impregnados de tristeza mansa como la que tiene una canción antigua rescatada del olvido, una fotografía en color sepia, la risa de una muchacha, los recuerdos de un viejo, o dos enamorados celebrando acuerdos e intercambiando memoria.
A dos calles de distancia, en Insurgentes —cosmopolita y populosa— el tráfico y la gente no se detenían, ignorantes de que sobre el plató de la Plaza México, un torero, trazando los naturales más bellos de la historia del toreo, desquebrajaba el tiempo. Morante con su toreo galáctico y dramáticamente anticuado, provocaba que el campo irrumpiera en la ciudad y que la modernidad se impregnara de pasado. Nosotros, por nuestra parte, pasmados en el desamparo, locos de alegría y al mismo tiempo, con un nudo atravesado en la garganta, no sabíamos si abandonarnos a la plenitud o morirnos de sentimiento.
Morir de sentimiento
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