Aún no acababa la corrida y ya mi amiga La Grabiela había subido al “feis” su célebre frase: “Y la catástrofe ocurrió”. Toda la tarde fue desconcertante, catastrófica y por demás, un despropósito. Los tendidos casi completamente vacíos. Sólo estaban ahí algunos villamelones y dos o tres cabales. Entre todos, apenas juntaban el medio millar de asistentes. Sin mezclar los pintos con los colorados, de la grada salían coros que cantaban loas a la menor ordinariez que aconteciera en el ruedo. Para esta catástrofe cuenta, y mucho, el encierro de 6 mulos 6, destartalados, feos, descastados y débiles que mandó la ganadera de Carranco como aporte a la patochada. Más trágicas que las de una película de Alejandro González Iñárritu fueron las escenas de toros derrumbados en la arena y los banderilleros ayudándolos a levantarse. También, fueron un poderoso depresivo las embestidas bobaliconas de todos los Carrancos.
Para orquestar el caos Alfredo Gutiérrez tomó la batuta y sin saber cómo controlar los pies, que pérfidos lo traicionaban, se iba de la reunión mucho antes de que terminara la suerte. Con ello y dejando enganchar la muleta convirtió al toro en un crucigrama sin solución. Así, se le fue la tarde. Existe toda una nómina de toreros que nunca pasarán del corredor. Sin embargo, la cosa no les preocupa en absoluto, porque en la Plaza México siempre tendrán un lugar. El desconcierto empieza por el hecho de que Rafael Herrerías —el empresario “come toreros”— reparte oportunidades y siempre les tendrá una ocasión más, para que la desaprovechen íntegramente. La colección de dislates aumentó al doblar el cuarto: gracias al servilismo del par de lacayos que se sientan en el palco de la autoridad, Gutiérrez se vio con una oreja en la mano. El primer desconcertado por el regalo fue él mismo, pero con los arrestos que durante la lidia le faltaron para quedarse quieto, arrancó a dar la vuelta al ruedo más indigna de la historia. Parafraseando el poema diré que otro en su lugar hubiera echado a llorar, pero él, en cambio, en lo mejor del despropósito, recorrió la circunferencia agradeciendo a los que le abucheaban.
A continuación, la perplejidad de Eduardo Gallo acrecentó la anarquía pues por sus torerísimas dos actuaciones se ganó la ignorancia del público, que con el taurinismo de Camerón Díaz nunca valoró las lidias valientes y la gran técnica del español. La parquedad del reconocimiento brotado de los tendidos fue la gratificante respuesta de la plaza más grande y estúpida del mundo.
Por su parte, Angelino de Arriaga la estaba librando más o menos con decoro, hasta que a la gente de su administración se le ocurrió regalar el séptimo cajón. Tal vez no preguntaron qué había en el horno y de toriles salió un toro de la ganadería de Jorge María. Despropósito, porque los merengues de esa casa se caracterizan por su bravura y movilidad. Además, se están volviendo una maldición gitana, son especialistas en evidenciar matadores —al caso, recordar otro regalito de la misma casa que puso al Payo a alumbrar cactáceas—. El toro acochinado y cornicorto, fue muy bravo. Apretó desde el primer embroque, por lo que Angelino –que con el paso del tiempo será un buen torero- se le hizo bolas la madeja y ni de coña lo pudo veroniquear. Por la vía del empacho de chicuelinas salvó el trance, pegándolas en los medios, en el tercio, como lances de recibo y como adornos en el quite, la única condición era darlas donde mandara el toro. La maldición se ensañó con el joven diestro, que con toda la afición del mundo se empleó largo rato sin sacar nada en claro. Su poca experiencia lo llevó a desperdiciar un ejemplar del que nunca sabremos si por aburrimiento terminó por salir con la cara arriba, voltear contrario e irse de la pelea. Un nuevo despropósito corrió a cargo de los empleados del palco de la autoridad que con mucho criterio —para cuidar sus empleos— indultaron a un toro bueno, pero que no alcanzaba la cota.
Los últimos disparates van por cortesía de algunos críticos, gente turbia donde la haya, que jorobados por el peso de los eufemismos, en sus apasionantes crónicas se fijaron mucho en cosas tan trascendentes como la mala entrada o el clima apacible. Ponderaron el estocadón de Gutiérrez que le valió la orejita, pero comprensivos no escribieron ni pío de las enormes deficiencias. Además, con muchos cachetes, encima de las condiciones integrales del toro, hicieron de la salida a hombros de Herrerías lo más destacable. Tiene huevos, aquí la tauromaquia mexicana: Una catástrofe consumada.