Nadie dijo nada. Ni un aplauso, ni un aspaviento de gratificante sorpresa. Ni siquiera los taurinos hicieron la menor manifestación de beneplácito. Cuando, uno tras otro, por la puerta de toriles fueron saliendo toros, parecía la cosa más natural del mundo, pero aunque debiera serlo, no lo era, porque en El Relicario siempre salen lagartijos con cuernos.
Así, que como se ve, queda claro que da lo mismo si por el marco de los pesares salen toros o saltan becerros. La gente en Puebla va a la plaza a pegarle a la bota de vino, a encajarse un puro en la boca, a corear olés a lo intrascendente y a decir puras burradas. Lo mismo les daría asistir al rodeo, ¿qué no es un espectáculo igual con caballos y bovinos?
Son, es innegable y todavía tenemos el descaro de ofendernos, parte de la mexicana afición verbenera, como en su día, apropiadamente la calificó el maestro Luis Francisco Esplá. Que permítanme recordarles, además de torero valiente es un sabio que dictó conferencias en La Sorbona. Aclaro, esta última es una universidad de altos vuelos y no una peña taurina, ni mucho menos, un bar.
Lo de ver toros me alegró muchísimo y me llenó de orgullo por una vieja afición —la mía— cada vez más injustificada. Fue la emoción intensa de admirarlos galopar majestuosos con su cara, cornamenta y testículos de toros, excepto el cuarto, que fue terciadito y pobre de pitones, para que no fuéramos a sufrir una descompensación y también, para que al Pana no le fuera a dar un infarto. Eran tíos con toda la barba. Es que cuando un toro sale a la plaza trae consigo todo el aroma de la hierba mecida del campo y es uno de los espectáculos animales más hermosos del mundo. Las cosas se acomodan y uno entiende que el más mínimo detalle adquiere una trascendencia enorme. Hacen, cómo no, cosas de toros. Entrañan un gran peligro, no por su volumen sino, más bien, por su edad que les da otro comportamiento. Entonces, toda la emoción del toreo aflora espléndida.
En el mejor de los casos, salió un sardo, combinación de pelos colorados, negros y blancos, cornivuelto, muy hondo de caja y de potente culata. Se llamó “Castañón”. Después de años y años de ver toros —reflexioné conmovido para mis adentros— sólo llevabas cuatro con un trapío irreprochable y con este de San José ahora, son cinco. Los recité en la memoria: “Cigarrito” de Piedras Negras, “Tintorro” de Vistahermosa, “Un Tío” de García Méndez, “Huilotl” de Tenexac y el de hoy.
Aunque, la verdad, “Castañón” no se enseñoreó del ruedo como su catadura lo merecía. Fue descastado, débil y un bobo de pacotilla pero su presencia quedó registrada en mis recuerdos. Además, hice un recuento rápido: En toda la historia del Relicario de mis partes nobles, sólo habían salido dos encierros respetables: El de los berrendos de don Hugo y el de los domecqs de Santa María de Xalpa. Sin embargo, ahora son tercia.
El Pana, Juan José Padilla y Uriel Moreno El Zapata, apenas pudieron lucir con ellos. Es que como dijo el poeta, se caían y no embestían. La falta de casta fue la moneda a cambio del trapío.
Con el fin de que las cosas vuelvan a su nivel y veamos a los ases de la torería fanfarronear con ellos, para la fiesta grande del cinco de mayo, han llegado unas sardinas con el hierro de Villa Carmela. No obstante la insignificante estampa y la probable falta de edad, la cosa no tendrá ninguna importancia para los espectadores de ocasión y tampoco para los aficionados chipén poblanos, mientras no les dejen de surtir las cervezas, tengan el cogote fresco por la bota y la tarde sea hecha trizas gracias a los acordes estridentes de esa piedra en los cojones que se llama Qué chula es Puebla, lo demás, es lo de menos.