“No le alcanzaban a Jerónimo los dientes para llenar la sonrisa”.
A Jerónimo no le alcanzaban los dientes para llenar la sonrisa que paseaba por todo el albero de Insurgentes el domingo pasado, y es que en esa fecha partieron plaza con el llamado “Jeros”; Melchor, Gaspar y Baltasar, quienes tuvieron especial deferencia para con él, trayéndole de las dehesas queretanas de Carranco un ejemplar cárdeno, vuelto de pitones, de nombre “Gladiador“ y herrado a fuego con el número 17 y 480 kilos con quien pudo acomodarse para su toreo de mucho sentimiento, pero sobre todo una faena muy bien estructurada, pensada, en la que se unieron lo que bien dicta el cerebro, con lo que manda el corazón, para regalar a la afición una obra que ha sido muy apreciada por los conocedores y muy festejada por amigos y seguidores del torero de Santa María La Rivera, avecindado en Puebla, hecho en Tlaxcala y matrimoniado en la Argentina.
Sin bien al principio el toro hizo cosas extrañas y nunca abandonó cierta sosería, Jerónimo supo ordenar la pica suficiente para que se asentara en su comportamiento y entendiera para que fue mandado a la plaza por doña Laura Herbert de De Villasante. Y ambos entendieron e hicieron, el toro lo que su lidiador quería y el torero lo que la lógica de su muy madurada mente taurina le ordenaba.
Más que un reencuentro con la afición capitalina, cuya plaza no pisaba desde hace 6 años. Lo de Jerónimo ha venido siendo una reafirmación del gusto capitalino por el toreo de arte, la más limpia expresión del toreo mexicano cincelado a puro sentimiento, donde como en la escultura; un cincelazo dado de más fastidia la obra. Así en el toreo de sentimiento, una expresión facial o corporal demás, no sólo fastidia la expresión de arte, sino que la ridiculiza con el toreo retorcido y la falsa manifestación de “gustarse a sí mismo”, saliendo de los lances y paces con la falsa sonrisa del “sonric’s”, aquel muñequito logo de una marca de dulces y caramelos, al que muchos torianderos de pueblo suelen imitar saliendo de las suertes con la enorme sonrisa de miradas al tendido buscando, ¿mendigando?, el aplauso que nunca llega y que en toreros con ángel, con duende, se da de manera espontánea.
No es exageración el decir que ahora, cuando la afición mexicana parece andar en busca de su torero perdido: “El torero de México”, Jerónimo puede aspirar a acudir nuevamente al “casting” que domingo a domingo se celebra en La México en busca de eso, El Torero de México. Ya están apuntados en la lista Joselito Adame, Octavio García “El Payo”, aunque a este último su tez demasiado rubia le hace alejarse del gusto popular, y de Diego Silveti es justo decirlo, su aspiración debe ser a otro título, el de Príncipe, que le corresponde por dinastía y herencia de su padre, “El Rey”. Y a la vez, recordar que, aquí en México ya tuvimos otro Príncipe del Toreo: Alfredo Leal.
Pero es de “Jero” de quien estábamos hablando, y no, no se puede hablar de un triunfo, apoteósico, vamos, ni siquiera ha salido en volandas. Más bien ha sido un triunfo justo, con una oreja bien cortada a toda ley. Ha salido vestido de azul pavo real con bordados en oro, cabos y remates blanco, faja y corbatín rojos con esa su apostura, señorío con solera en el ruedo que nos hace recordar una tarde en que toreaba en Aguas, salíamos del lujoso hotel Andrea, pasando por su vestíbulo donde un enorme piano blanco de cola señorea el espléndido recinto, iba “Jero”, rumbo a la plaza, vestido también de azul pavo y oro, capote de paseo floreado y montera en brazo, cuando un pequeñín de unos tres años salía al mismo tiempo de la recepción de la mano de su madre y mirando asombrado al torero, jalaba la mano a su mamá y le decía: “Mira, mamá, mira: ¡Un príncipe!”
“Así, con mucho sentimiento y profundidad, toreó Jerónimo al de Carranco”.