“Fue educada en un colegio femenino de Tokio y copió obedientemente lo que los profesores escribían en la pizarra… Maya ha resuelto actualmente vivir en París, sola, como la mitad de los habitantes de esa ciudad, la ciudad de los pensamientos solitarios…”

Este es uno de los fragmentos de algo que es una propuesta alternativa para relatar la Historia: sin clasificación de personajes cuyo nombre haya que memorizar; a veces sin una referencia a instituciones, a acuerdos internacionales o, a conflictos bélicos que han determinado el devenir de las naciones o de las ideas.

Se trata de una Historia de historias —con esa distinción entre la mayúscula y la minúscula—. Así escribe Theodore Zeldin, nacido en Palestina en 1933, bajo el mandato británico.

Para Theodore la Historia se ha construido desde los sentimientos y la narrativa de esos sujetos individuales olvidados cuando se describen los acontecimientos de trascendencia. Son peluqueros, empleados domésticos, choferes de transporte público, traductores…

El autor está convencido de que la humanidad tiene otra historia, una historia íntima: así es como titula su libro: Historia Íntima de la humanidad: lo que construye los derroteros y del actuar de los pueblos, proviene en realidad de una misteriosa interacción de los impulsos, deseos y padecimientos de seres concretos, de hombres y de mujeres con la mirada puesta en la construcción de sí mismos y que termina definiendo la construcción de naciones y de aquello que llamamos Historia Universal.

Recuerdo a mi profesor de Historia de la Cultura, don Jorge López Moctezuma, un jesuita que lejos de impartir clases de Historia, escenificaba sobre la tarima del aula, una clara representación, una caracterización teatral, de aquel Lutero perseguido por voces interiores e indignado por la venta de indulgencias, que representaba la corrupción de su Iglesia, o bien de Savonarola, obsesionado por la pureza de las conductas.

El Padre López Moctezuma partía del mismo principio que uno de sus autores favoritos: Oswald Spengler: “La Historia ha sido dividida arbitrariamente en edades: Antigua, Medieval, Moderna… sin tener en cuenta que todas son en realidad y en su momento, para sus protagonistas, edades contemporáneas…”

Otro gran estudioso del pensamiento, otro jesuita (lo siento, me he formado con ellos): Roberto Cruz, se preguntaba: “¿Dónde está Napoleón Bonaparte?” Y respondía: “En cada uno de los que leen su biografía; sus acciones; y revela a través de sus biógrafos e historiadores, intentando decirnos quién era en realidad”. Así pretendía este maestro que comprendiéramos ese extraño término llamado “hermenéutica”, que no me detendré a definir aquí, porque de entrada no soy experto, pero que entiendo como el camino para ponernos en los zapatos de protagonistas de la historia, individuales o colectivos, y sentir en el rostro el viento de los tiempos idos (claro que no es una definición académica).

Hoy, a propósito de los vientos que golpean el rostro; sentí vientos de vergüenza al mirar a nuestros “compatriotas” (no me parece el término preciso, pero no encuentro otro) espetando a la cámara de un aficionado —mientras daban saltos frenéticos por las calles de Los Ángeles—: “Estados Unidos te da de comer…”, como consigna que apoya el triunfo electoral de Donald Trump.

Esos impulsos irracionales escriben en verdad la historia que hoy escribimos: la irracionalidad, el odio, el sinsentido…

Al mirarlos pensé en ese compromiso de nuestra cotidianidad que sin darnos cuenta va dibujando lo que mañana reclamará al pasado. No, no se trata de lo que hacemos hoy, sino de lo que hacemos hoy escribiendo el mañana.

La historicidad es inherente al ser humano, y le pertenece con la misma fuerza que le pertenece su cuerpo, sus afectos; la historicidad es un llamado; es esa realidad de la que no somos responsables antes de habitar el planeta, pero que a partir de que hacemos la primera pregunta, nos vuelve la mirada y su construcción se convierte en nuestra total responsabilidad.

Por eso, vale la pena leer a Zeldin, por eso me atrevía a preguntar a mi querido y brillante amigo, el filósofo Rodolfo Santander: “¿De qué nos hemos olvidado?”. Y con la serenidad que dan los años, me respondió: “Nos hemos olvidado de conversar. En casa, en un café, en los círculos de la política”. Solo en la conversación respetuosa escribiremos otra historia.

Hasta la próxima.

[email protected]