Progreso no es palabra que tenga necesariamente una connotación constructiva: si una enfermedad progresa, el final es la muerte.
Si progresa el deterioro de una relación humana, personal o colectiva, nos encaminamos a la guerra o a la destrucción.
Progreso refleja una concepción lineal de la historia. Cuando hablamos de que algo progresa, se piensa que pasa del 1 al 2, al 3…
Así, en algún momento que resulta difícil ubicar, la palabra progreso se entronizó y adquirió una connotación de esperanza, de camino al bien.
Una corriente filosófica denominada Positivismo, sobre la que no me detendré aquí, influyó en las estrategias de varios gobiernos llamados liberales, que acuñaron el término progreso como una promesa, como un ideal al que se orientaban todos los discursos de la propaganda política.
En nuestro país, por poner un ejemplo cercano, la idea positivista del progreso fue inoculada, trasfundida, injertada en la educación y orientó los planes y programas de estudio que consideraron desde entonces (1856) las ciencias humanas y las artes, como asignaturas de segundo nivel, por debajo de la física, o la biología, puesto que no aportaban conocimientos que impulsaran el progreso.
Esta concepción de la idea de progreso permanece y, podríamos decir, que se ha fortalecido con un nuevo ropaje: el progreso ahora le pertenece a la tecnología.
Algunos críticos del progreso señalan que este término se identifica con el de “tiempo”: el recorte de distancias y el aumento de la velocidad, pertenecen al progreso. Esos críticos aseguran que la primera herramienta que determinó el progreso fue la rueda, y que justamente ese invento, amén de reducir esfuerzos, recortó tiempos y distancias.
Desde entonces, se dice, es progresista —en su sentido positivo—, todo aquello que implique la reducción de distancias y de tiempo. Quién rehúsa el progreso, queda anquilosado, detenido y sin acceso a las bondades de lo que se conoce como moderno.
Pero… no hace falta abundar en lo que significa progreso en la tecnología armamentista…
Creo que nos hace falta una pausa: es verdad; progresar es en cierta medida avanzar, pero como ya dije, se avanza hacia la construcción o hacia la aniquilación.
Y en este asunto de las nuevas tecnologías, el hecho de que sean el rostro del progreso, no significa que sean el rostro de la construcción.
Por ello hay filósofos contemporáneos que para salvar esta confusión, hablan de progreso y decadencia
Ante esta maravilla insospechada de la rapidez; ante esta comunicación instantánea que nos permite entablar conversaciones que hace poco más de 20 años costarían una fortuna e implicarían enlaces que habíamos de esperar por horas o por días, me pregunto si esta rapidez es una bondad.
Estoy seguro que muchos escucharían con desdén y hasta con burla, esta duda “pero, por supuesto —responderían—, cómo piensas comparar un correo tradicional que tardaba 15 o 20 días en llegar a su destino, con la maravilla del WhatsApp”.
Y sin, embargo yo permanezco en la duda. Porque claramente se echa de menos lo que se conoce: hoy echaríamos de menos el WhatsApp, el Twitter, el e-mail, porque ya probamos de sus mieles. Y nuestros hijos o nuestros nietos no lo echarían de menos: sentirían que están al borde de la desaparición del mundo, seguramente.
No, lo sé. Este mismo artículo que me haces el favor de leer, hace menos de tres décadas habría sido imposible que llegara a tus ojos, si no es por estas nuevas tecnologías que acortan tiempos y distancias. Pero, reitero: esta velocidad con la que nos enlazamos, con la que nos transportamos, no las acepto, sin más, como una bendición sin atenuantes. No estoy cierto de que sea indiscutible el beneficio de “conectarme al mundo” a partir de oprimir una tecla.
A veces pienso que paulatinamente olvidamos disfrutar del paisaje del camino porque tenemos los ojos puestos en el lugar al que llegaremos, mientras más rápido, mejor. A veces pienso que paulatinamente vamos sepultando la espera y el misterio…
Hasta la próxima…