No quiero perder mi capacidad al horror, y mi país es hoy el terreno donde se siembra con tesón la peor de las drogas: la del adormecimiento de la conciencia.
De nada sirve que hoy escriba mi percepción en torno al clima que vive México, mientras la que vale ha sido acallada. Esa fue la del espanto, la de la impotencia al verse por última vez con el cañón de una escopeta en la frente, con la certeza de que ya no sería posible gritar.
La apreciación sin referencia del niño que de un segundo a otro tuvo el corazón atravesado, porque el cinturón de seguridad de un auto no protege contra la estupidez criminal.
De nada sirve mi sentir cuando se adornan las calles con los macabros cráneos de quienes no tienen ya nada qué decir y cuya espantosa mirada muerta exige la vida; una que no les será devuelta jamás. Las calles se tapizan con cuerpos inertes.
De nada sirve mi impresión cuando quiere competir con la sangre que es tinta de la mercancía impúdica de los diarios que exhiben sin recato charcos hemáticos y contabilizan muertes, como si estas fueran el sujeto. Muerte que viola y ultraja para engendrar al hijo de la indiferencia o del miedo desmoralizante. Que aconseja desde su cloaca medidas de prevención. Prevención de ella misma que ha caído en el poder de la demencia y se convierte en máscara adherida a nadie; a nadie que sí, puede en cambio, apretar un gatillo y aniquilar la esperanza.
Estamos haciendo un país que no puede contestar quién ha hecho qué, porque esa verdad se la han llevado los ultrajados, los que dejaron de respirar a manos de la imbecilidad entronizada a base de armamentos y pánico. Tenemos un nuevo “turismo”: el de la indecencia, que es fruto de un culposo silencio ancestral de quienes construyeron con sus componendas las grandes embarcaciones de la injusticia, la explotación y permitieron que los señores del crimen fueran los nuevos feudales.
Nos gobierna hoy el miedoso, el cobarde que desnudo de armas no es más que un miserable con el corazón extirpado. Porque otros cobardes le han dado paso libre. A ese sujeto nauseabundo, dirijo estas palabras:
Lo único que tienes es miedo…
No sabes cuándo lo atesoraste y hoy lo siembras, lo cosechas, lo tragas, te ahogas en él y hundes a cuantos te rodean en su lodo.
Ni siquiera eres su dueño, eres su esclavo, eres su víctima y le rindes culto llevando más esclavos a su yugo.
No tienes nada: lo único que tienes es miedo.
En un macabro romance, te escondes y te arrodillas bajo sus garras, porque perdiste tu propia imagen, porque no eres nadie sin él.
Por eso te disfrazas, te llenas de joyas, emulas de manera ridícula ser dueño de las voluntades; cuando la tuya es una prostituta sin dignidad que levanta la voz en amenazas, en vituperios que se traducen en sangre, misma que derramas para no escuchar la voz de tu conciencia.
Te arrastras para obtener su único regalo: la muerte.
Por más que quieras creer que eres amo y señor, no tienes nada: lo único que tienes es miedo…
Crees que atesoras riquezas y lo que acaparas son rencores, desprecios, lágrimas de aquellos a quienes has dejado sin sus hijos, sin sus padres, sin sus hermanos.
Tienes en tus manos el poder, es verdad, un poder idéntico al del veneno que carcome, que destruye: te has adherido a una estirpe con gran poder de supervivencia, como la de los insectos que se multiplican, roen y entre ellos mismos se devoran.
No tengo qué decir ni qué percibir. Quiero, desde mi tentadora decepción y renuncia, creer que en los jóvenes se puede tejer la esperanza. Pero por hoy, estoy en busca del terreno que me permita sembrarla y, sinceramente, no sé si lo encuentre.
Hasta la próxima.