Los creyentes formamos un ámbito que, a mi parecer, se divide en dos grupos: los que asumen el compromiso radical, de entrega, colaboración y desinterés, y los que tienen una tarjeta de “crédito” con Dios.
Una cuenta bancaria a la que abonan “buenas acciones” y retiran, de su capital, los favores que pretenden obtener en bien de sus intereses, necesidades, y problemas.
No son grupos inamovibles: algunos navegan durante su vida, de manera alterna, en ambos; otros viven permanentemente en alguno de ellos.
Quienes piensan que la religión es una cuenta bancaria, buscan no caer en el “buró de crédito”, y cuando consideran que han abusado de su capital, o no merecen más favores, destinan algo de su tiempo o de sus posesiones a servir a los demás, o, cuando menos, a no abusar de su prójimo desde los distintos campos en los que se desempeñan, de acuerdo a su condición social o económica: así, dan limosna, crean fundaciones, dejan de hablar mal de su prójimo por algún tiempo, dejan de beber, se abstienen de actividades “impuras” y se vuelven “buenos” hasta que consideran que han enriquecido su capital, lo suficiente como para volver a usar su tarjeta, porque “ya se merecen pasarla bien”.
Los educadores y formadores colaboran en este concepto bancario de la religión cuando aconsejan, no una entrega desinteresada en la elección de carreras, o asumir la responsabilidad de decisiones personales, sino una “buena administración de la vida”: elegir lo que dé para vivir y no se pasen penurias; una actividad que deje lo suficiente para llegar a viejo sin problemas. “Sin problemas”, ¡claro! Es la consigna que rige la vida: eludir problemas, ¿quién es el que asume la vida con el riesgo de hacerla un problema?
Y por eso, para los bancarios de la religión, la tarjeta de crédito espiritual que otorgan las iglesias, nos “sacan de problemas”. Hacemos cadenas y otros conjuros mágicos que hacen de la espiritualidad un “guardadito” en la cartera de la vida cuando la vida nos presenta situaciones límite.
Del otro lado están quienes han depositado el sentido de su vida en lo trascendente; los que no dan interpretaciones “convenientes” a las exigencias evangélicas y saben que la palabra “pobres” se refiere a los pobres que nos interpelan desde su marginalidad. Los que no creen que la religiosidad es una carta bajo la manga que es bueno utilizar; los que no idolatran a las grandes figuras de la espiritualidad, sino que las convierten en su inspiración; los que saben que los santos no necesariamente están canonizados; los que, con el enigmático poeta, repiten: “No me mueve, mi Dios, para adorarte, el cielo que me tienes prometido…”
Desde el abismo de estas reflexiones recuerdo a aquellos que, en un lugar común, y en una barata teología, se preguntan por el Dios que permite la muerte y el hambre, mientras yo me pregunto, por qué Dios tendría que escuchar mis mezquinas suplicas, y apiadarse de mis carencias, cuando hay quienes no pueden cerrar los ojos porque las lágrimas les impiden ver esperanza en su futuro.
Nuestra religiosidad se debate entre la conveniencia personal, la entrega desinteresada y el desprecio a la trascendencia, en la creencia de que merecemos un mundo sin construirlo.
En verdad no sé a cuál de los mundos pertenezco más tiempo: al de la religión bancaria o al de la entrega desinteresada. Con tristeza me miro en el bancario y con mayor tristeza miro a quienes se ufanan de tener su tarjeta de crédito espiritual, sus fetiches, sus ídolos, y negociar, con frecuencia, un intercambio de intereses con la divinidad.
Al final me quedo con la única palabra que puede emanar del sentido sincero y que hemos olvidado: Perdón.
Hasta la próxima.