No, no soy analista político, soy un ser humano, mortal, común y corriente que trabaja con la esperanza de que, progresivamente, las generaciones que no se conforman con respuestas simples, rindan homenaje a la historia, y se dejen de creer que las opiniones enfurecidas cambiarán la inercia en la que hemos caído.
No veo más alternativa que la Educación, la formación crítica que cierre sus puertas a la invasión que poco a poco va ganando terreno y bombardea el original espíritu de la universidad.
El ámbito universitario, lo entiendo como el espacio de la criticidad, el lugar en el que la realidad externa es precisamente el objeto de estudio, de reflexión. La realidad más allá de los muros de la universidad no es el lugar de los desterrados, pero tampoco es la que determina la validez o pertinencia académica de los planes y programas de estudio. La sociedad inserta en el sentido común, en las estrategias de la supervivencia, esa realidad en la que nos desenvolvemos todos los días es, efectivamente, la que interpela a la academia, exigiéndole que, desde la racionalidad, proponga, de manera sistemática y, sin otro fin que el de desvelar la verdad, los enfoques de la ciencia, los enfoques de la investigación orientados a la construcción de una sociedad justa.
En alguno de sus escritos, Pedro Arrupe, quien fuera superior de la Orden de los Jesuitas, dijo que la educación académica que no está orientada a la generación de la justicia, es una actividad que ha perdido su sentido y es, por tanto, una actividad mutilada.
Un viejo profesor de la Universidad de Deusto, en Bilbao, España, paseaba por entre los “stands” colocados en ocasión de unas jornadas de la Escuela Comercial.
El claustro de aquella construcción estaba convertido en una feria a la que firmas trasnacionales acudieron a promover sus productos y sus servicios.
El docente, uno de los pioneros de la unificación comercial en Europa, (es decir: no era un místico, ni un apocalíptico) dijo, contemplando la dinámica de aquel evento: “Recuerdo cuando esto era una universidad al servicio de la crítica y la reflexión, y no un mercado al servicio del consumo.”
Las universidades, aquí, y en muchas partes del mundo, se preocupan por garantizar que lo que ofrecen pueda ser objeto de consumo; que quienes se forman en sus aulas sean “competentes” y bien capacitados para las exigencias del mercado.
Si en algún momento de la historia, la formación académica e intelectual ha estado al servicio de las ideologías totalitarias; hoy ese totalitarismo le pertenece a un ente amorfo que aparentemente no tiene rostro pero que domina el ritmo de los acontecimientos mundiales: el consumo.
Saber para saber; el estudio para la comprensión del mundo y la búsqueda de sentido; son patrañas e idealismos trasnochados frente a las exigencias de un “mundo cambiante” que requiere “gente capacitada” para vender y comprar. Vender y comprar: la sístole y diástole del corazón de esto que sin saber qué significa, constituye la globalización.
Y he aquí un ejemplo de las consecuencias esquizofrénicas de este nuevo enfoque universitario:
Hace unos días, el rector de la Universidad de las Américas, en Puebla, Luis Ernesto Derbez Bautista, mostraba indignado y en tono denunciante, un estudio que colocó a México en el primer lugar de impunidad, en América.
Efectivamente, un lugar que no es motivo de orgullo. El caso es que ese señor rector, en ocasión de un discurso de bienvenida a estudiantes de nuevo ingreso, se refirió a éstos como “nuestros clientes”, corrigiendo de inmediato ese calificativo y llamándoles “nuestros alumnos”. Un lapsus inocuo, a primera vista.
Pero solo a primera vista, pues abre la pregunta a ese lapsus, así como a las políticas docentes, a sistemas evaluativos y al acento mercantil de las ofertas educativas; pregunta sobre si ese tipo de universidades que tienen clientes más que alumnos, se preocupan en la formación del compromiso social.
Abre la pregunta sobre la coincidencia que hay entre los impunes que egresan de instituciones “renombradas” y los índices de nuestra triste realidad que se burla de la justicia sin que nadie, nunca, tenga la culpa, pero donde todos estamos listos para denunciar.
Hasta la próxima