La violencia que afecta a las mujeres se encuentra arraigada en los fundamentos que dieron origen a la mayoría de las religiones hegemónicas o no en el mundo; en la misma cultura occidental que arrojó a las mujeres al mundo del hogar y, en la actualidad, a una sociedad que todo lo que toca lo mercantiliza y que ha colocado a la mujer como símbolo sexual.
Cualquier medida que se tome en relación a la violencia dirigida hacia las mujeres, debe tomar en cuenta esos factores, pues de lo contrario, medidas más o medidas menos, terminan por cubrir el expediente temporal, normalizando el fenómeno (haciendo como que se atiende), pero dejando el terreno a modo para que reaparezca si es que se logran algunos éxitos momentáneos.
En la religión judeo-cristiana, las mujeres son colocadas desde su origen en un lugar supeditado a la vida del hombre y su aparición en el mundo se la deben a él. Son ellas las que lo inducen al “pecado”, por lo que en adelante, él, aparece condenado a ganarse el pan con el sudor que ocasiona el trabajo.
La legitimación de la dependencia la buscan en las lecturas bíblicas: a la mujer le corresponde la crianza de los hijos y al hombre traer el pan.
Esta posición se traduce en un poder al interior de la familia en donde el que lleva el pan se convierte en el gran regulador de la vida familiar, incluyendo el uso de los alimentos con fines de control del grupo doméstico.
Cualquier acción que tienda a cuestionar esos roles son fácilmente apagados con el control que da el poseer del poder de ser el gran “proveedor”. En la antigüedad los términos familia y hambre están asociados socialmente al del padre.
Aquí se plantea como una abstracción generalizadora. En los hechos, esta cultura se puede apreciar en pueblos, ciudades y comunidades. El gran proveedor llega a la casa en estado de ebriedad, se lanza contra la mujer sin mediar razones, la tumba en el piso, se lanza sobre ella y la tunde a golpes.
Los hijos miran y se guardan el coraje para más tarde. Una protesta les puede costar también una tremenda golpiza.
La cultura occidental ha lanzado a las mujeres, históricamente, a un lugar en el que juegan el rol de reproductoras de la vida familiar. Se encargan de la procreación, el cuidado y la crianza de los hijos, así como de atender al “proveedor”.
El poder que se ejerce sobre ellas está reflejado en la estructura de la casa, los objetos que poseen, las actividades que realiza y, en general, en una relación supeditada en absoluta al proveedor.
La sociedad de masas de tipo occidental ha logrado masificar el poder social sobre el cuerpo de las mujeres. Les ha hecho creer que el cuerpo antes de ser sometido a la reproducción de la vida puede ser útil para otros fines, como lanzarlas al mercado como atractivo sexual, objeto sexual, que acompaña a la economía de mercado en la venta de mercancías.
Se trata de un acto de violencia masiva en contra de las mujeres porque los valores que simboliza la masificación del cuerpo, con una connotación sexual, no se queda en la simple imagen individualizada.
Esto tiene un impacto social tanto a nivel simbólico-social que se deriva en las relaciones individuales de parejas, y en las que se desvaloriza a la mujer a un objeto sexual.
Peligrosamente, en la actualidad, hemos visto la manera en que las mujeres ingresan al mundo del Crimen Organizado.
Los valores que se transmiten, aunque no es el único lugar y espacio en el que prolifera este tipo de cultural, coloca a las mujeres en una condición de objeto de violencia que las empareja, como objeto, con la violencia que se da al interior de estos grupos entre hombres.
La aparición de una economía de mercado que todo lo que toca lo proyecta hacia una dimensión individualizada y de obtención de dinero, en un contexto en el que la violencia social gubernamental inducida lo acompaña, ha convertido a la mujer en objeto de las frustraciones a que conducen el modelo de economía de mercado.
Lo anterior, con la variante de que, en general y al amparo de una cultura machista, se les puede dañar sin que resulte castigo alguno porque existe una cultura y un tipo de violencia que protege a los actos de violencia contra ellas.
El gobierno federal presiona a que los gobiernos locales para que tomen medidas contra este tipo de violencia. Algunas entidades las asumen otros no.
El problema es que las medidas epidérmicas si no se hacen acompañar con una revalorización profunda que cuestione los valores de nuestra cultura y el lugar que ahí se le asigna a la mujer, finalmente van a quedar como medidas normalizadoras y nada más.
Así las cosas, la violencia o no se va o simplemente se aguarda un tiempo para regresar.