Poco a poco vamos adquiriendo una sordera que aleja nuestra existencia del resto del mundo; del resto de lo otro y del resto de los otros.
En una edad histórica en la que muchos piensan que el mundo alcanzará una estabilidad idílica económica, política y socialmente, a través de la aterradora y a la vez encantadora magia de las nuevas tecnologías, nuestros oídos van paulatinamente cerrándose y no, no solamente de manera metafórica; verdaderamente las advertencias sobre afecciones en nuestro sentido del oído han crecido dramáticamente a partir de los dispositivos auriculares y del estilo de música que prevalece en muchos sectores de nuestra sociedad.
Los datos estadísticos pueden encontrarse fácilmente si investigamos índices de afección auditiva en las últimas décadas.
Pero esta sordera física es también un síntoma paralelo a la sordera afectiva, solidaria, cultural y política de la que vamos siendo presas cuanto más nos acerquemos a las maravillas que simbolizan los avances de la comunicación a distancia.
Y aquí hago una pausa para referirme precisamente al “símbolo”. Se trata de una palabra que proviene del griego. —No me cansaba de escuchar esta historia en voz del doctor Roberto Cruz—.
El sim balom, decía, era una pieza dividida en dos mitades, cada una de las cuales era portada por personas unidas en el afecto y en la comunión de ideas y, que en caso de ser separadas por circunstancias adversas, si volvían a encontrarse al paso del tiempo, podrían reconocerse al mirar la mitad del sim balom —símbolo—, mediante el que sellaron su vínculo.
De la misma forma, cuando en el diálogo del Banquete, Platón refiere la historia de los hombres esféricos que por envidia de su perfección fueron divididos por los dioses, el filósofo da a entender que desde aquella división, el ser humano, busca, para ser completo, la parte que le fue arrancada: otra manera de referirse al símbolo, la búsqueda del otro que me complementa, origen del amor.
Regresando al asunto de la sordera que prevalece en nuestras épocas, ésta es causada por la crisis de símbolos, de búsquedas complementarias en el otro: somos suficientes a nosotros mismos, nos encerramos en auriculares que sellan las esfera de nuestro entorno, colocamos nuestros dedos en un teclado que espera el reconocimiento de seres anónimos, cuya aprobación no nos acerca más que a nuestro propio egocentrismo.
El símbolo del que habla Platón, ya no está en el otro, sino en el instrumento: paulatinamente nos vamos reconociendo, no en el rostro vivo, sino en la herramienta que extiende nuestro poder de difusión sin que la respuesta me hermane a nadie.
Esta crisis de simbología humana, si es que así podemos llamarla, se percibe cada día en que los indigentes, los miserables que carecen de lo mínimo en su alimentación y en sus necesidades primarias, son solo artefactos que no nos simbolizan nada más que la ventaja de no estar nosotros en esas situaciones.
Ayer fui protagonista de esta sordera simbólica cuando fui repentinamente abordado por un hombre desaliñado de piel morena, a quien pensaba evitar cuanto más se acercaba a mí. Pensé de inmediato que pediría una moneda y me haría la historia que tienen bien estructurada quienes viven de la limosna.
Pero solamente me abordó para preguntarme si estaba cerca de la “Casa del migrante San Juan Diego”. El hombre y yo estábamos en la delegación Tlalpan, a 64 kilómetros del lugar que buscaba.
Respondí: “no tengo idea de lo que buscas” y seguí mi camino. ?l no hizo intento alguno por abordarme más, siguió su camino y fui yo quien lo frené.
Así supe que era hondureño, que buscaba el albergue para irse a Estados Unidos y que había sido bajado de “la bestia”, en los Reyes. Que traía dos pesos en el bolsillo sin la más mínima idea del valor de la moneda, creyendo que traía dos dólares.
El resto de esta historia y de este encuentro no es asunto de ser publicado. Valga solamente para poner un ejemplo de lo sordos que estamos en la cotidianidad, al grito del otro, de quien es, o debería ser, nuestro símbolo.
Estamos muy ocupados en teclear…
Hasta la próxima