El poder no es algo que se encuentre, de acuerdo al filósofo francés Michael Foucault, en la parte externa del individuo como un poder que rebasa a lo individual desde el exterior. El poder es, por el contrario, algo que está posicionado al interior de cada sujeto o individuo.
El afuera como poder, como una figura materializada en instituciones como los poderes creados por la modernidad occidental, como la división en ejecutivo, legislativo o judicial, no podría existir sin haber sido interiorizado previamente por la sociedad.
De tal manera que el peso o importancia, en última instancia, de este concepto no está en la parte física, material o personal de quienes gobiernan y ocupan un lugar en el organigrama del poder mismo: se encuentra en la manera en que las ideas del poder circulan entre las personas. Para que aquellos gobiernen es necesario crear formas atemporales de dominación, porque el poder no se renueva cada seis años.
Si el poder no es interiorizado previamente o de manera permanente por la sociedad, definida por los sociólogos norteamericanos (Parsons), como aquel lugar en el que el individuo vive y muere sin afectar para nada su existencia, el poder no existe.
El poder como algo que circula está determinado por la existencia de un imaginario valorativo de los hechos sociales, que lleva a cabo un poder que aparenta una trascendencia innata en las cosas. Su existencia no se remite a la vida presente, sino que existe como una configuración metatemporal que abarca todos los tiempos.
Esa valoración se introduce a los individuos a través de la escuela, la religión, la medicina, la política, la cultura, la astrología, la existencia de ovnis, la astronomía, la historia, la futurología, y en general por todo aquello que transcurre en la vida que llamamos cotidiana, en donde también entran los procesos electorales.
El individuo, sea hombre o mujer, se incorpora a la sociedad no como algo que empieza a funcionar cuando él nace, sino como algo que antecedió a su aparición y que lo recibe como una maquinaria que ya funcionaba antes que él llegara. Ocurre como si nos insertáramos en una página de un libro de historia en un momento determinado.
Todos esos factores hacen que cuando pensamos y actuamos, generalmente nuestros actos se encuentran alineados como los planetas. Siempre y eternamente en una misma ruta estelar, como si nada cambiara, aunque en realidad todo cambie porque no existe en realidad nada quieto.
Parte de ese universo simbólico construido por el poder, que se construye por todos los tiempos y cuyo contenido contiene todo lo que se piensa y lo que no se piensa, juega ese papel de que veamos todo como quieto, inamovible, sereno, cuando en realidad es una apariencia.
Y sin embargo, como diría Galileo Galilei, “se mueve”. Como en donde existe poder es inevitable la resistencia a ese poder, como lo menciona el filósofo francés ya citado, la actuación de los individuos que se resisten a ese poder es inevitable.
Los actores que enarbolan los cambios son vistos como “herejes” por el poder. A veces aunque ni siquiera su resistencia signifique un cambio sustancial, no porque el poder no crea que las cosas cambian sino porque le interesa mantener bajo su control los desequilibrios sociales.
Un cambio, aunque sea mínimo (porque el cambio desde el punto de vista social es una transformación de los universos significativos así como de las instituciones en donde se materializan), preocupa. El problema es que sirva como activador de la sociedad y eliminar de lo que circula como poder.
Un cambio puede desactivar el poder que circula como poder y activar el poder ya no como algo que circula sino como algo que nace socialmente, nuevo, vigoroso, lector de los nuevos giros sociales. Ahí está el punto, entre vivir con un poder que circula como poder o uno que vuelve a retoñar como algo nuevo al interior de la sociedad, una sociedad más justa socialmente.