Perder el asombro ante la muerte violenta, es mucho más que acostumbrarse; me parece que es ir poco a poco marchitando el alma. El alma, esa realidad que no hemos terminado de definir en el paso de tantos siglos de historia del pensamiento.
Una realidad que, tal parece, el ser humano se afana en demostrar su inexistencia o, como dirían nuestros abuelos, su “poca monta”.
El alma, el ánima, no era otra cosa que el “principio de animación”. La filosofía de los sabios clásicos, por eso distinguía entre el alma vegetal, el alma animal y el alma humana. Cada una en movimiento hacia un fin. El fin más noble de todos, era aquél buscado por el alma humana: el bien y la verdad.
Ya sea el “pneuma” griego, o el soplo del que habla el Génesis; no importa, hablar del alma ha sido ancestralmente, la manera de dar al ser humano un lugar que le distinga del resto de los seres.
El alma ha sido el punto de conflicto y debates entre los materialistas, los idealistas y los espiritualistas. El alma es centro de digresiones que la asemejan, la derivan, o la distinguen de “el espíritu”. Otro de esos términos que rompieron la cabeza a pensadores como Kant o Wittgenstein, y llevó a este último a dar la atrevida solución: “sobre aquello de lo cual no podemos hablar (refiriéndose a hablar como verdadero) es mejor callar”.
Cuando leo noticias, no puedo calificar de otra manera que como hechos que apestan a podredumbre humana, casos en los que un cónyuge sea capaz de descuartizar y cocinar a su esposa; o en los que se cavan fosas que sepultan tortura y dolor.
No puedo asegurar que quienes protagonizan esos hechos, tengan alma de ningún tipo: rompe mi sentido común pensar que su fin sea la autodestrucción.
Y es que ser humano no necesariamente es persona. Probablemente esta afirmación sea escandalosa, sin embargo, no es del todo mía, pues don Antonio Caso —pensador mexicano, uno de aquellos que trascendieron la historia sin la ayuda del internet sino de su genio—, decía que no todo ser humano es persona.
La condición de humano nos es dada gratuitamente, no participamos en nada de lo que nos hace llegar al mundo, ni en nuestra etnicidad, ni en el país y menos en los padres de los que somos herederos; en ese sentido todos participamos de la contingencia y de la casualidad.
En cambio, ser persona, asumir el papel que nos corresponde porque así lo hemos elegido; construir un proyecto que incida en la historia mía y de quienes están a mi lado; eso, nos hace personas.
Por otro lado, Erich Fromm asegura que la condición humana es la de manifestarse y, señala, aquél que no puede, por circunstancias diversas, manifestarse en la creatividad, en la construcción, terminará por manifestarse en la aniquilación, en la destrucción.
Estas reflexiones, se refuerzan cuando miramos que, aunque el mundo avance en los alcances tecnológicos y se vaya perfeccionando la solución a los problemas que lo aquejan; hoy, como especie, como grupo, en muchos lugares del mundo, el ser humano no es necesariamente más bueno, ni mejor persona que lo que pudo ser en la edad media o en la antigüedad. Se han sofisticado las maneras de hacernos daño, pero el fin egoísta prevalece: evitar que la persona surja.
Una osada pregunta me surge en estas reflexiones: ¿por qué se discute y se genera una gran polémica desde diversos ámbitos y especialidades, sobre la dignidad del no nacido, sobre su potencialidad a convertirse en persona de acuerdo al tiempo de gestación que lleva, y por qué no surge una polémica similar para considerar o no, personas a aquellos que son capaces de descuartizar a su hermano, torturarlo sin piedad, vejarlo y, encima, solazarse en esas macabras conductas?
Solamente pregunto.
Hasta la próxima